Puerta Abierta

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Llega a la estación con el tiempo justo y maldice entre dientes no haber salido de su hotel diez minutos antes.

La escena que se encuentra en Sants es caótica, la impresionante nevada que ha caído en gran parte del país es responsable de que sean muchos los retenidos en Barcelona, y ahora que poco a poco se restablece el transporte, todos hacen lo posible por salir de allí cuanto antes. Incluido él.

Agradece en silencio haber comprado su billete por internet, y mientras comprueba la hora en el teléfono por enésima vez, identifica el andén de su tren y se dirige hacia él con paso apresurado.

Exhala con alivio al ver que la fila para pasar seguridad no es tan larga como había previsto, y cuando por fin se encuentra frente a su vagón, se detiene un momento y se permite coger aire profundamente, que después suelta muy despacio con los ojos cerrados.

Siempre corriendo, joder.

Hace una nota mental para incluir mejorar su puntualidad en su lista de propósitos de año nuevo, aunque sea a posteriori porque el calendario ya casi marca mitad de enero, y sube al tren con paso firme.

La temperatura en el interior del vehículo aumenta considerablemente. Se da cuenta de que el espacio dedicado al equipaje está casi repleto, así que no le queda más remedio que encajonar su maleta como puede, y recibe un par de miradas reprobatorias cuando uno de los bultos se rueda sin querer.

Añade a la lista de todos sus defectos no saber hacer malabarismos para evitar tocar pertenencias ajenas, y por un momento se acuerda de otros viajes en tren en los que cierta chica con flequillo bromeaba con su torpeza jugando al Tetris del mundo real. Pero desecha el pensamiento tan pronto como ha venido.

Hace mucho tiempo que esa persona no existe.

Se ha despertado de buen humor y no está dispuesto a permitir que ese detalle le arruine la mañana. Así que esboza una sonrisa, y en cuanto encuentra su asiento, se quita sudoroso el abrigo y se sienta con cierta solemnidad.

Parece que la suerte hoy no está de su parte, porque al palpar sus bolsillos se da cuenta de que ha olvidado los auriculares en el interior de su maleta. Y con lo que le ha costado colocarla en el portaequipajes, rescatarlos no es una posibilidad. Fastidiado, porque su plan de ver The Mandalorian se ha ido a pique, saca su teléfono y abre la app de composición.

Está tratando de concentrarse, cuando un sonido que le resulta extremadamente familiar hace que levante la vista de la pantalla con brusquedad.

No puede ser.

El traqueteo del tren y el cansancio que lleva encima deben estar jugándole una mala pasada, porque juraría que acaba de escuchar la risa ahogada de Aitana unas filas atrás.

Justo hoy que acaba de acordarse de ella.

El estómago le da un vuelco y las manos empiezan a sudarle cuando, en un momento de cordura, se dice a sí mismo que eso es imposible. La probabilidad de que estén los dos en Barcelona, viajen el mismo día a la capital, cojan el tren exactamente a la misma hora y además compartan vagón debe ser mil veces inferior a que le toque el Gordo de Navidad.

Y él en esas fechas compró cinco décimos y no le tocó ni el reintegro. Así que respira. Todo bien.

Devuelve la vista al teléfono y se frota las manos contra los vaqueros para limpiarse el sudor, cuando el sonido le vuelve a llegar. La voz es aguda, vibrante, inconfundible. Sólo menos etérea de lo que la recordaba.

Y en ese instante, ya no le queda la menor duda.

Es ella.

Se revuelve en su asiento, nervioso. Lleva un año sin verla, casi dos sin dirigirle la palabra, y aunque en ese intervalo se ha dicho mil veces que ya es inmune a ella, su presencia allí le desestabiliza más de lo que está dispuesto a admitir. Mira el reloj y comprueba que sólo llevan diez minutos de viaje.

Puerta abiertaWhere stories live. Discover now