CAPÍTULO CUATRO: La pequeña Joscelyn

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—Ni siquiera hay que pensar en eso, tía Nan —dijo la señora Morrison
decididamente.
La señora de William Morrison era una de esas personas que siempre hablan
decididamente. Si anuncian que van a pelar papas para la cena, quienes escuchan comprenden que no hay escapatoria alguna y que comerán papas. Además, siempre se las conoce por su nombre completo. A William Morrison lo llamaban por lo general Billy, pero si alguien preguntaba en Avonlea por la señora de Billy Morrison, en el primer momento nadie sabía de quién se trataba. —Tú misma deberías verlo, tía —continuó la señora de William mientras pelaba
frutillas con sus dedos largos y firmes. La señora de William siempre aprovechaba sus ratos perdidos—. Kensington está a diez millas de aquí. Imagínate a qué horas regresarías a casa. De aquí a un mes será otra cosa. Tú bien sabes que este verano no estás nada fuerte. La tía Nan suspiró y acarició con dedos temblorosos al pequeño gatito gris que tenía en la falda. Sabía, tan bien como cualquiera, que ese verano no estaba fuerte. En el fondo de su alma, dulce, frágil y tímida bajo el peso de sus setenta años, sentía con extraña certeza que ése era su último verano en Gull Point Farm. Pero ésa era la razón más poderosa para ir a escuchar cantar a la pequeña Joscelyn. Se trataba de su última oportunidad.
¡Oh! ¡Escuchar a la pequeña Joscelyn siquiera una vez! Joscelyn, cuya voz era deleite de miles de personas en ese mundo tan grande. Años atrás lo había sido de la tía Nan y de todos los habitantes de Gull Point Farm durante un dorado verano en el que poblaba con alegres cánticos la vieja heredad al amanecer y al atardecer.
—Sé que no estoy muy fuerte, Mary —imploró la tía Nan—, pero sí lo bastante
para hacer eso. Te aseguro que sí. Tú sabes que puedo pasar la noche en Kensington en casa de los parientes de George, y así no me cansaré tanto. Quiero oír cantar a Joscelyn. ¡Oh!, ¡cómo quiero a esa pequeña!
—Si algo no puedo comprender es la manera como te has encariñado con esa
chiquilla —exclamó la señora Morrison, impaciente—. Ni la conocías cuando llegó y sólo estuvo aquí un verano.
—Verdad, pero ¡qué verano! —dijo la tía Nan suavemente—. Todas nos
encariñamos con Joscelyn. En seguida se convirtió en una de las nuestras. Es una de esas criaturas del Señor que vierten amor a manos llenas por todo lugar donde pasan. En cierto sentido, la pequeña Anne Shirley a quien los Cuthbert llevarán a vivir a Tejados Verdes, me la recuerda, aunque en realidad no se parecen en nada. Joscelyn es una belleza.
—Con toda seguridad que esa chiquilla de los Cuthbert no lo es —dijo la señora
Morrison sarcásticamente—. Y si la lengua de Joscelyn fuera la tercera parte de
activa de la de Anne Shirley, hubiera sido insoportable.
—La pequeña Joscelyn no tenía mucho de charlatana —continuó la tía Nan,
soñadora—. Era una niña muy callada, pero lo que decía era para recordarlo. Nunca la he olvidado.
La señora Morrison encogió sus rollizos hombros.
—Han pasado quince años, y Joscelyn ya no tendrá nada de «pequeña». Es una
mujer muy famosa y puedes estar segura de que ya ni se acuerda de ti.
—Joscelyn no pertenece a esa clase de gente. De cualquier modo, lo que interesa
es que yo no la he olvidado a ella. ¡Oh, Mary! Años y años he suspirado por oírla
cantar otra vez. Parece como si tuviera que volver a escucharla antes de morir. Nunca se me presentó la oportunidad y nunca volverá a presentárseme. Por favor, ¿le pedirás a William que me lleve a Kensington?
—Dios me ampare, tía Nan. Esto es una niñería —dijo la señora Morrison,
llevando su recipiente con frutillas a la despensa—. Debes dejar a otros la tarea de decidir qué es lo mejor para ti. No estás lo suficientemente fuerte para viajar hasta Kensington, y aunque lo estuvieras, sabes bien que William no puede ir allí mañana por la noche. Tiene que ir a Newbridge a una reunión política. No pueden pasar sin él.
—Jordan puede llevarme —insistió tía Nan con una terquedad extraña en ella.
—¡Tonterías! No puedes ir a Kensington con el peón. Vamos, tía Nan, sé
razonable. ¿No somos buenos contigo William y yo? ¿No hacemos todo lo posible para que estés bien?
—Sí, ¡oh, sí! —admitió tía Nan con tono lastimoso.
—Pues entonces debes dejarte guiar por nuestra opinión. No debes pensar más en
ese concierto, tía Nan, deja de atormentarme a mí y a ti mismo con esa idea. Voy hasta la costa a llamar a William para que venga a tomar té. Por favor, vigila al niño si se despierta y cuida de que la tetera no rebose.
La señora Morrison salió de la cocina, tratando de no ver las lágrimas que corrían por las rosadas mejillas de la tía Nan. Mientras caminaba hacia la costa, iba pensando que la anciana se estaba volviendo muy infantil. ¡Lloraba por cualquier cosa! ¡Y la idea de querer ir a Kensington al concierto del Old Timer’s, y la insistencia que mostraba! Realmente, era difícil frenar sus caprichos. La señora Morrison suspiró virtuosamente.
En cuanto a la tía Nan, se quedó sentada en la cocina llorando amargamente como
sólo pueden llorar las ancianas solitarias. Le parecía que no podría soportar tanto
dolor, que ella debía ir a Kensington. Pero sabía que no sería posible, ya que la
señora Morrison había decidido lo contrario. La palabra de ésta era ley en Gull Point Farm.
—¿Qué le pasa a mi querida tía Nan? —gritó una calurosa voz juvenil desde la
puerta. Allí se había detenido Jordan Sloane con su rostro pecoso, mostrando toda la aflicción y ansiedad que era capaz de transmitir su cara tan redonda. Ese verano, Jordan era peón de las Morrison. Veneraba a la tía Nan.
—¡Oh, Jordan! —Sollozó la anciana que, contra la opinión de la señora Morrison,
no tenía a menos contarle sus cuitas a un peón—. No puedo ir mañana por la noche a Kensington al concierto del Old Timer’s, donde canta la pequeña Joscelyn. Mary dijo que no puedo.
—Eso está muy mal —dijo Jordan—. Vieja gata —murmuró pensando en la
ausente y serenamente inconsciente señora Morrison. Luego entró y fue a sentarse en el sillón junto a la tía Nan.
—¡Vaya, vaya!; no llore más —dijo palmeando la delgada espalda de ella con su enorme manaza tostada por el sol—. Si sigue llorando así se enfermará, y en Gull
Point Farm no podemos pasarnos sin usted.
La tía Nan sonrió.
—Mucho me temo que pronto tendrás que pasarlo sin mí, Jordan. No estaré aquí
mucho tiempo más. Lo sé, me lo anuncia el corazón. Pero no lo sentiré; por el
contrario, me alegraré, Jordan, pues estoy muy cansada. ¡Si sólo pudiera escuchar
cantar una vez más a la pequeña Joscelyn…!
—¿Por qué está tan obstinada en oírla? No es parienta suya, ¿no es cierto?
—No, pero me es más querida, mucho más querida, que la mayoría de los de mi
familia. Mary piensa que es tonto, pero tú no pensarías así si la conocieras, Jordan. La misma Mary cambiaría de opinión sí la hubiera conocido. Hace quince años, un
verano vino aquí como pensionista. Tenía trece años entonces, y no tenía a nadie en el mundo excepto a una vieja tía que la enviaba al colegio en invierno y de vacaciones en verano, sin importarle nada de ella. La niña estaba hambrienta de cariño, Jordan, y aquí lo encontró. William y sus hermanos eran también unos chiquillos en ese entonces, y no tenían ninguna hermana. Todos nos encariñamos con ella. ¡Era tan dulce, Jordan, y tan bonita! Como una pintura, con largos rizos negros suaves como
la seda, enormes ojos oscuros y mejillas rosadas que parecían rosas silvestres. Y
cantaba, ¡Mi Dios! ¡Cómo cantaba! A toda hora su canto llenaba los viejos lugares.
Yo contenía el aliento al escucharla. Siempre decía que llegaría a ser una cantante famosa, y nunca lo dudé. Era algo innato en ella. Los sábados por la tarde acostumbraba cantarnos himnos religiosos. ¡Oh, Jordan! Mi viejo corazón se siente joven otra vez al recordarla. ¡Qué dulce criatura era mi pequeña Joscelyn! Después de su partida, me escribió durante tres o cuatro años, pero hace ya mucho, mucho tiempo, que no tengo noticias suyas. Diría que se ha olvidado de mí, como opina María. No cabe la menor duda. Pero yo no la he olvidado y ¡cómo me gustaría verla y oírla una vez más!
Mañana por la noche canta en Kensington. Con toda seguridad los que ofrecen el concierto son amigos suyos, pues de otro modo ella no iría a un pueblito tan pequeño. ¡Sólo dieciséis millas! ¡Y yo no puedo ir!
Jordan no supo qué contestarle. Reflexionó enfurecido que si él hubiera tenido un caballo propio, habría llevado a la tía Nan a Kensington. ¡Qué señora Morrison ni señora Morrison! Aunque, a decir verdad, era un viaje muy largo para ella y ese verano se la veía muy frágil.
—No va a durar mucho —murmuró Jordan escapando por la puerta de la galería
mientras la señora Morrison entraba por la otra—. Con ella se irá la criatura más
dulce que Dios ha creado. Sí, sí, así es. Me gustaría cantarle las cuarenta. ¡Eso es lo
que haría!
Esta última frase era para la señora Morrison, pero fue dicha en un tono
prudentemente bajo. Jordan detestaba a la señora Morrison, pero ésta poseía la virtud de hacerse obedecer. El débil y tranquilo Billy Morrison hacía siempre lo que su mujer le indicaba. De modo que la tía Nan no fue a Kensington a oír cantar a su pequeña Joscelyn. No dijo ni una palabra más, pero desde esa noche su salud pareció declinar día a día. La señora Morrison dijo que se debía al calor y a que era muy floja, pero la tía Nan no podía evitarlo, se sentía muy cansada. Hasta hacer calceta la fatigaba. Permanecía sentada horas y horas en su mecedora con el gatito gris sobre su regazo, mirando por la ventana con ojos ausentes y soñadores. Hablaba mucho consigo misma, generalmente de la pequeña Joscelyn. La señora Morrison comentó
con sus vecinos de Avonlea que su tía se estaba volviendo cada día más chocha.
Acompañaba estas palabras con un suspiro indicador de lo mucho que tenía que soportar. Sin embargo, debe hacerse justicia a la señora Morrison. No era que no le tuviera cariño a la tía Nan; por el contrario, le tenía mucho afecto. Atendía escrupulosamente a su bienestar, y nunca emitía una queja en su presencia. Si la tía Nan percibía la falta de sentimiento en todo aquello, nunca dijo nada.
Un día, cuando las cuestas de Avonlea lucían doradas por la cosecha madura, tía
Nan no pudo levantarse. No se quejaba de nada más que de un gran cansancio. La
señora Morrison le dijo a su marido que si ella fuera a quedarse en cama cada vez que estaba cansada, las cosas no marcharían en Gull Point Farm. Preparó un excelente desayuno y se lo llevó a la tía Nan pacientemente, pero ésta apenas lo probó.
Después de la comida, Jordan se escurrió por la escalera trasera para verla. La tía
Nan yacía con los ojos fijos en la enredadera de rosas pálidas que bordeaban su ventana. Cuando vio a Jordan, sonrió.
—Esas rosas me recuerdan a la pequeña Joscelyn —dijo suavemente—. Ella
también las amaba. ¡Si pudiera verla!
¡Oh, Jordan, si pudiera verla! Mary dice que es infantil estar siempre con esta
cantinela; y quizá lo sea. ¡Pero, Jordan, mi corazón tiene tantas ansias de ella, tantas
ansias!
Jordan sintió un extraño nudo en la garganta, y dio vueltas al gastado sombrero con sus grandes manos. En ese momento decidió llevar a cabo una idea que todo el día le había estado dando vueltas en la cabeza. Todo lo que dijo fue:
—Espero que se mejore pronto, tía Nan.
—Sí, querido Jordan, pronto estaré bien —respondió la anciana con su dulce
sonrisa—. Aunque no se debe llamar a la muerte, tú sabes. ¡Si pudiera ver antes a la
pequeña Joscelyn…!
Jordan se volvió y corrió escaleras abajo. Billy Morrison se encontraba en el
establo cuando Jordan asomó la cabeza por la puerta.
—Señor, ¿puedo disponer del resto del día? Tengo que ir a Kensington.
—Bueno, anda, y aprovecha antes de que empiece la cosecha. Y toma, Jord, toma
este cuarto y compra naranjas para la tía Nan. No se lo cuentes a la comandante.
La cara de Bill Morrison era solemne, pero Jordan guiñó un ojo mientras  guardaba el dinero en su bolsillo.
—Si tengo suerte, le traeré algo que le hará mucho mejor que las naranjas —
murmuró al alejarse apresuradamente. Para esta época, Jordan ya tenía un caballo de su propiedad, un jaco algo huesudo que respondía al nombre de Dan. Bill Morrison había accedido a apacentar el animal siempre y cuando Jordan lo usara en el trabajo de la granja, arreglo del que se había mofado la señora Morrison con términos no muy medidos.
Jordan ató un cochecillo a Dan, se puso sus ropas domingueras y partió. En el
camino releyó una nota que viera en el Charlottetown Daily Enterprise, el día
anterior.
Joscelyn Burnett, la famosa contralto, está pasando unos días en Kensington, a su regreso de la gira de conciertos. Es huésped de los esposos Branley en The Beeches.
—Tengo que llegar a tiempo —dijo enfáticamente Jordan.
Al llegar a Kensington, dejó a Dan en un establo y preguntó por el camino hacia
The Beeches. Cuando se encontró ante una lujosísima mansión, ubicada al fondo de una calle color de esmeralda por una hermosa arboleda, se sintió muy nervioso.
—Qué bien voy a quedar golpeando la puerta principal y preguntando por la
señora Joscelyn Burnett —gimió Jordan—. Quizá me contesten que dé la vuelta por
atrás y pregunte por la cocinera. Pero igual lo harás, Jordan Sloane, y sin perder más tiempo. En marcha. Piensa en la tía Nan.
Una descarada doncella contestó al llamado de Jordan. Se quedó mirándolo
cuando éste preguntó por la señorita Burnett.
—Creo que no podrá verla —dijo con brusquedad observando con aire receloso
los cabellos de Jordan de corte campesino y sus ropas—. ¿Qué desea?
—Se lo diré a ella, cuando la vea —respondió Jordan fríamente—. Dígale que
traigo un mensaje de la tía Nan Morrison, de Gull Point Farm, de Avonlea. Si no la ha
olvidado, eso bastará para que me reciba. Le ruego que se apresure, no tengo mucho tiempo que perder.
La doncella decidió ser cortés, y lo invitó a entrar. Pero mientras iba en busca de
la señorita Burnett, lo dejó parado en medio del salón. Jordan miraba todo con
asombro. Nunca había estado en un lugar parecido. El vestíbulo de por sí era
magnífico, pero las puertas abiertas a ambos lados mostraban a los ojos de Jordan habitaciones tan maravillosas como las de un palacio.
—¿Cómo pueden andar por ahí sin echarse esas cosas encima?
En ese momento llegó Joscelyn Burnett y Jordan se olvidó de todo lo demás. Esa
mujer alta y hermosa, vestida con sedas y con un rostro como jamás viera o soñara
Jordan, ¿podía ésa ser la pequeña Joscelyn de la tía Nan? La cara pecosa y ovalada de Jordan se tiñó de rojo. Se sentía terriblemente embarazado y con la lengua trabada. ¿Qué le diría? ¿Cómo se lo diría?
Joscelyn lo miró con sus profundos y negros ojos, ojos de mujer que ha sufrido
mucho, aprendido mucho y luchado mucho antes de alcanzar la victoria.
—¿Viene usted de parte de tía Nan? —preguntó—. ¡Me alegro tanto de tener
noticias suyas! ¿Se encuentra bien? Venga y cuénteme sobre ella.
Se volvió hacia uno de los encantadores salones, pero Jordan la interrumpió
desesperadamente.
—¡Oh, no! Allí no, señora. Ahí dentro no podría decírselo. Sí, señora, de parte de
la tía Nan y no, no está bien, no. Se está muriendo, yo creo. Y día y noche piensa en
usted. Parece como si no pudiera descansar en paz hasta verla. Quería venir a Kensington a oírla cantar, pero esa vieja gata de la señora Morrison (perdón, señora), no la dejó venir. Siempre está hablando de usted. Si usted quisiera venir a Gull Point Farm a verla a ella, yo le estaría eternamente agradecido.
Joscelyn Burnett pareció confundida. Nunca olvidó a Gull Point Farm, ni a la tía
Nan, pero durante años los recuerdos habían permanecido débilmente en el fondo de su subconsciente, aplastados bajo los excitantes acontecimientos de su vida. Pero ahora llegaban como un torrente. Recordó con ternura la paz, el amor y la belleza de aquel dorado verano, y a la dulce tía Nan, tan sabia en todas las cosas buenas, simples y verdaderas de la vida. Por un momento Joscelyn Burnett volvió a ser la solitaria chiquilla de corazón hambriento que vagaba en busca de cariño sin encontrarlo hasta que la tía Nan la amparó en su corazón maternal y se lo brindó a raudales.
—No sé qué hacer —dijo perpleja—. Si hubiera usted llegado antes… Salgo esta
noche en el tren de las veintitrés y treinta. Debo partir en él o no llegaré a Montreal a
tiempo para firmar un importante contrato. Y así y todo, también tengo que ver a la tía Nan. He sido negligente y desamorada. Debí haber ido a verla antes. ¿Qué podemos hacer?
—La traeré de vuelta a Kensington a tiempo para tomar el tren —dijo Jordan
ansiosamente—. No hay nada que yo no pueda hacer por tía Nan… yo y Dan. Sí, la
traeré de vuelta a tiempo. ¡Piense en la cara que va a poner tía Nan cuando la vea!
—Iré —dijo la gran cantante, sencillamente.
Caía la tarde cuando llegaron a Gull Point Farm. El sol producía como un arco
dorado sobre los abetos de la parte posterior de la casa. La señora Morrison se hallaba en el establo, ordeñando, y la casa estaba sola, salvo el pequeño que dormía en la cocina y la anciana que velaba en el piso superior.
—Por aquí, señora —indicó Jordan felicitándose de que el campo estuviera libre —. La llevaré directamente a su cuarto.
Una vez arriba Joscelyn golpeó la puerta entreabierta y entró. Antes de que ésta se
cerrara, Jordan oyó decir a la tía Nan:
—¡Joscelyn, pequeña Joscelyn! —Con un tono que estremeció su corazón. Bajó
la escalera dando gracias a Dios y en la cocina se topó con la señora Morrison.
—Jordan, ¿quién era esa elegante dama que llegó contigo, y qué has hecho de
ella?
—Era la señorita Joscelyn Burnett —dijo Jordan, orgulloso. Era su hora de
triunfo sobre la señora Morrison—. Fui a Kensington y la traje a ver a tía Nan. Está
arriba, con ella.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Morrison desamparadamente—. ¡Y yo ordeñando! Jordan, por amor de Dios, atiende a la criatura mientras me pongo mi
vestido de seda negra. Podrías haber avisado. Confieso que no sé quién es más tonto de los dos, tú o tía Nan.
La señora Morrison escapó de la cocina y Jordan expresó su satisfacción con una
pequeña carcajada.
Arriba, el cuartito estaba radiante con la gloria del sol del atardecer y la felicidad
de los corazones. Joscelyn se hallaba arrodillada junto al lecho y rodeaba con sus brazos a la tía Nan. Ésta acariciaba los cabellos oscuros, suavemente.
—¡Oh, pequeña Joscelyn! —murmuró—. Eso es demasiado bueno para ser
verdad. Parece un hermoso sueño. Te reconocí en cuanto entraste, mi querida; no has cambiado nada. Y eres una cantante famosa, Joscelyn. ¡Siempre supe que llegarías a serlo! ¡Quiero que cantes para mí! Sólo una canción. ¿Lo harás, querida? Canta esa que la gente prefiere entre todas. He olvidado el nombre, pero lo leí en los periódicos. Cántala para mí, pequeña Joscelyn.
Y Joscelyn, de pie junto al lecho de la tía Nan, a la luz del atardecer, entonó la
canción que cantara ante muchos auditorios brillantes, en más de una importante sala de conciertos. Cantó como nunca lo había hecho, mientras la tía Nan escuchaba beatíficamente. Escaleras abajo, hasta la señora Morrison contenía el aliento extasiada por la exquisita melodía que flotaba por la vieja granja.
—¡Oh, mi pequeña Joscelyn! —suspiró la tía Nan cuando terminó.
Joscelyn volvió a arrodillarse y ambas conversaron largamente de los viejos
tiempos. Uno por uno exhumaron los recuerdos del lejano verano, que encerraba lágrimas y risas. Las mentes y los corazones se aventuraron por los caminos del pasado. La tía Nan era perfectamente feliz. Joscelyn le contó todas sus luchas y triunfos desde que ambas se separaron. Cuando la luz de la luna empezaba a entrar por la ventana del cuarto, la tía Nan puso la mano sobre la cabeza de Joscelyn y murmuró:
—Pequeña Joscelyn, si no es demasiado pedir, querría que me cantaras otra
canción. ¿Te acuerdas que cuando estabas aquí acostumbrábamos a cantar himnos los domingos por la noche, y que mi preferido era La arena del tiempo está bajando? Nunca olvidaré cómo lo cantabas y querría volver a oírlo una vez más, querida. Canta para mí, pequeña. Joscelyn se levantó y fue hacia la ventana. Apartando la cortina contempló el
maravilloso esplendor de la noche de luna y cantó el viejo himno. Al principio, la tía Nan siguió el compás golpeando débilmente sobre el cobertor; cuando Joscelyn llegó al versículo «Con piedad y con justicia», apoyó las manos sobre su pecho y sonrió. Al finalizar, Joscelyn se acercó al lecho.
—Me temo que ya sea hora de decirnos adiós, tía Nan. Comprendió que la anciana se había quedado dormida. No la despertó, pero quitándose del pecho el manojo de rosas rojas que llevaba, lo colocó bondadosamente entre los dedos consumidos.
—Adiós, mi muy querida, mi dulce madrecita —murmuró. Al pie de la escalera halló a la señora Morrison, esplendorosa, con su vestido de seda negra. Su ancho rostro mostraba la más amplia de las sonrisas y se deshacía en cumplidos y atenciones que Joscelyn frenó fríamente.
—Gracias, señora Morrison, pero no me es posible quedarme ni un rato más. No,
gracias, no deseo ningún refresco. Jordan me llevará a Kensington. Sólo vine a ver a la tía Nan.
—Estoy segura que la ha hecho muy feliz —dijo la señora Morrison efusivamente
—. Hace semanas y semanas que no habla más que de usted.
—Sí, se ha sentido muy feliz —dijo Joscelyn con tono grave— y yo también.
Quiero mucho a tía Nan, señora Morrison, y le debo mucho. En toda mi vida, nunca encontré otra persona tan pura, desinteresadamente buena, noble y sincera.
—¡Vaya! —exclamó la señora Morrison, algo conmovida al escuchar tales
elogios para la tímida tía Nan, de boca de tan famosa cantante.
Al regresar de Kensington, Jordan subió al dormitorio de la tía Nan y la encontró
dormida con una sonrisa de felicidad en el rostro y con las rosas de Joscelyn entre los dedos. Así la halló la señora Morrison, cuando al día siguiente fue a llevarle el desayuno. La luz del sol iluminaba el dulce rostro y los plateados cabellos y descendía hacia las marchitas rosas rojas que descansaban sobre su pecho. Feliz, sonriente y en paz yacía la tía Nan, pues mientras escuchaba cantar a su pequeña Joscelyn, había entrado en el sueño que no tiene despertar.

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