ACTO I

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ACTO I

"Libamos de estas copas felices..."

Las voces de Maria Callas y Francesco Albanese resonaban por todo el departamento de mi hijo y su familia, cantando el Brindis de la Traviata. La música provenía de mi habitación; en el baño, donde me encontraba yo, tomando un vaso de wisky mientras vertía lo demás de la botella en la bañera colapsada de agua. Usaba mi traje más elegante y levantaba el dedo índice derecho como si fuera mi batuta. Intentaba no perder el equilibrio mas no la cordura. Estaba determinado a hacerlo. Hoy, me quitaría la vida.

Me miré al espejo. 79 años. Director de orquesta retirado. Viudo. Sin amigos vivos. Y sin sexo. Detestaba esas arrugas, esa dentadura postiza y ni qué hablar de esa calvicie que aquel anciano frente mío mostraba sin vergüenza en su día a día. Estoy podrido. Y recién lo acepté al ver las venas varicosas en mi cuerpo, al sentirme inútil para cosas que fueron una vez sencillas, al ver que la muerte está ahí cerca, y ya no le tengo miedo.

Nadie sabía lo que estaba por suceder. Tampoco creo que mi desenlace le vaya a importar a alguien de esta familia. Los adultos raras veces estaban en casa. Uno es abogado y la otra, odontóloga, así que pasan catorce horas al día trabajando para solventar los gastos de la casa, la universidad y las terapias de su hijo. Mauricio solía ser un niño introvertido. No hablaba mucho por su tartamudez. Prefería coleccionar animales muertos que tratar con la gente. Yo estaba bien con eso, así no era ningún problema cuidarlo. Lo dejaba solo haciendo sus cosas. Pero según su cuarto psicólogo y segundo psiquiatra, soy uno de los tres factores por lo que mi nieto tiene un trastorno antisocial de personalidad. En otras palabras, mi nieto está loco. Aunque ya no es tartamudo.

El día anterior, los otros dos factores, mi hijo, Martín y su esposa, Laura, hablaron conmigo a solas. Quizás suene exagerado y precipitado, que la noticia que me tenían, era que me mandarían a una casa de reposo en tres días, pero así resultó ser. Y era porque mi nieto iba a volver justamente en esos días de su exitosa rehabilitación, y según los médicos, necesitaba un ambiente tranquilo en casa. Por lo que veo, entendieron nadie en casa. Me querían echar. No me dejaron oponerme. Mi opinión ya no valía nada para ellos.

—Que la policía encontrara a tu hijo disecando al loro de la vecina y a mí riéndome por la escena, no quiere decir que sea mi culpa. Agradezcan que ya no tengamos que escuchar esa ave gritar. Se pasaron, en serio. ¿Qué tienen en la cabeza para abandonarme en un asilo? Vaya, se les olvidó que soy un ser humano —dije irascible a su decisión.

Mau contó en la terapia que el loro estaba muerto en la cama de Verdi III. Que por cierto, tampoco veo a tu gato.

¿Qué gato? No soporto los gatos.

—Además, papá, tienes casi ochenta. Ya no puedes andar solo. Y menos estar cerca de Mauricio que lo tientas a hacer cosas. Allá estarás mejor, incluso podrás hacer amigos.

Tu hijo está loco de por sí, no me metas en eso. ¿Y amigos? ¡Esos viejos son moribundos, Martín! ¡Me estás sentenciando a la muerte enviándome allá! ¿Qué diría tu madre de esto?

—Mamá te odiaba —dijo con voz serena y con mirada inexpresiva. Sentía que de nuevo me lo echaba en cara, el haber preferido disfrutar mis mejores años de carrera, que estar ahí con él cuando crecía.

¿Y tú? —pregunté.

No hablamos más después de eso.

Me encerré en el único lugar donde podía estar en paz. Tomé asiento al filo de la cama, y saqué del bolsillo, mi billetera, que contenía algo de dinero, boletas y una vieja fotografía familiar. No recuerdo habérmela tomado. Quizás ni era yo esa criatura. Quizás ni ellos, mis padres. Sin embargo, me gustaba mucho verlos. La pareja habría estado posando para su primera foto de tres. Y ese bebé tranquilo en los brazos de su madre no tenía ni idea de lo que le esperaba en el futuro: Una familia feliz que nunca tendría de niño, que nunca formaría de adulto, y que tampoco, dejaría al partir. No podía creer que mis últimos días de vida, los pasaría en una prisión para personas de tercera edad. ¿No que los ancianos nos parecemos a los niños, y los niños no son las almas más puras para Dios? No fui un santo, pero tampoco merezco ser castigado. No dormí esa noche.

En la mañana, escuché a Laura hablar con mi hijo en la cocina. La mujer le pedía que hiciera las paces conmigo. Martín respondió que estaba llegando tarde al trabajo y se marchó. Ella molesta empezó a lavar su taza de café con brusquedad. El caño se oyó chorrear por un largo rato. Otra vez mi nuera se lavaba las manos hasta ya no sentir sus dedos. Tomó su bolso y se fue también de la casa. Yo por mi parte, quejumbroso por mis tiesas rodillas, me agaché para buscar debajo de la cama, una botella de licor. No era mucho de beber, solo guardaba ese vodka que mi mejor amigo me regaló en la primera presentación importante que tuve. Prometimos beberla cuando me hiciera famoso. Nunca ocurrió. Él murió. Y ahora a mi edad, tenía que luchar contra la tapa para poder abrirla. Me cambié de ropa por ese traje que vestía en mis últimas presentaciones como director de orquesta. Era mi favorito. Su tersa tela de alta costura y su color negro azabache, me hacían sentir triunfador. Y no lo había vuelto a usar desde el funeral de mi esposa. Incursioné en la composición y la docencia, pero más me incliné en la dirección. Estaba largas horas en los ensayos y tenía giras en las fechas más inoportunas. Y sí, prefería pasar mi tiempo con músicos profesionales que con mi propia familia. Jamás le fui infiel a mi mujer. No sé de ella. Ni iba a mis presentaciones. Ni mi hijo. Increíble que suene, Martín llegó a detestar la música más que a su padre. Por ese motivo, mi piano y mi colección de discos de vinilo desaparecieron al mudarme a su departamento. Solo pude salvar algunos discos, lo mejor de Giuseppe Verdi, un genio que he admirado siempre. Tomé uno que tenía guardado al lado del vodka y lo puse en el tocadiscos que robé de algún vecino del edificio. Sonando ya la música, me dirigí al baño.

Luego de mirarme en el espejo, tiré la botella vacía en el tacho. Seguía sonando la Traviata, la parte del brindis de la fiesta, donde los protagonistas se conocen. Estaba Violetta, una persona que prefiere el placer que amar. Y Alfredo, que defiende que la vida es para amar. Una historia de amor que me daba igual, la verdad. Solo quería imaginar toda esa algazara en esa fiesta, cantando "Libamos de estas copas felices" como si ese escenario se tratara del cielo. Y yo quería morir así, y ahogado. Entré a la bañera y me sumergí. No quería morir por sobredosis, tampoco atacarme con algo punzante. Quería sentir la falta de oxígeno, mi corazón acelerarse y empezar a marearme mientras las aguas me cubrían. La luz del foco era como el sol iluminando el océano. Y mi cuerpo en la bañera, un barco hundiéndose poco a poco. Ya empezaba a darme sueño que dejé de prestar atención a la ópera. Estaba muriéndome, y se sentía bien.

De repente, entreoí un sonido estruendoso con alguna puerta. Ignoré y volví a cerrar los ojos, concentrándome en morir, pero de nuevo, se escucharon ruidos molestos, como el estirar de una cinta de embalaje y una radio encendida a máximo volumen. Era esa música bullera y satánica que me da dolores de cabeza. Había alguien más en la casa. Estando aún con vida, salí del baño empapado y cabreado. Entré a esa habitación que nadie pisaba hace más de un mes, y encontré a mi nieto, quien había terminado exitosamente su rehabilitación, queriendo acabar con su vida.

Mauricio estaba tirado en el suelo, intentando asfixiarse con una bolsa cubierta de cinta adhesiva en la cabeza. Había escrito una especie de carta de suicidio, que solo decía, los veré en el infierno. Supongo que ese es su paraíso. Con la música que escucha, la vestimenta y el maquillaje oscuro que suele usar, no sería raro pensar que se estaría ofreciendo de sacrificio al diablo. Sus padres llorarían, pero al menos moría haciendo lo que más le gustaba hacer. No obstante, sabía que debía actuar. Después de todo, él era mi nieto.

Salí a buscar tijeras y regresé. El cuerpo de Mauricio ya no se movía, así que era más fácil cortar el plástico. Al ver de nuevo su rostro, le di un par de palmadas en él hasta que recuperó la conciencia. Comenzó a toser y a llorar entre jadeos.

—Estoy harto de todo... ¡Me llevaron a un loquero cuando estoy perfectamente bien! —gritó en llanto el orate de mi nieto mientras yo recién notaba que había un pentagrama invertido debajo de nosotros. Su voz se estaba apagando por el cansancio, pero igual continuó hablando al notarme amargado—. ¿Por qué, abuelo...? ¿Por qué arruinaste mi suicidio?

—¡Porque arruinaste el mío! —exploté.

Libamos la vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora