IX - El gran vals

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Las olas producen un ruido reverberante cuando chocan contra el acantilado. Es como el de un gran diapasón hincado en las entrañas de las rocas, grave y estremecedor. La hierba fresca y la tierra fértil se mecen con el mismo ritmo que el agua. Avanzan y retroceden. Se van y luego vuelven al mismo sitio.

Cuando es de noche, a Crowley le gusta tumbarse y taparse los ojos con el antebrazo e imaginarse que en realidad no ve nada salvo el cielo plagado de estrellas, igual que los humanos o Aziraphale. Así, por unos instantes, se olvida de sus pupilas de serpiente y pretende ser alguien más mirando el manto opaco de la noche. Pero no lo es: cuando retira la mano, vuelve a contemplar una noche vibrante y diferente a la del resto; una noche discernible y clara, con matices, formas y temperaturas que van y vienen.

Se levanta hasta quedar de rodillas, notando el fresco, y no la brisa (sí, Aziraphale tenía razón), que hay por la noche en el acantilado. El viento es salado y pica cuando se cuela por los ojos y la nariz. Empieza a sentir un frío doloroso amortiguado por el alcohol.

Si se ha acabado la botella nada más caer el sol, eso es asunto de Crowley y nadie más, y de su oscilante cuerpo que va moviéndose como un péndulo a merced de las olas. Va, y viene. Y en ese estado es el único estado en que se permite recapacitar sobre lo que ha sucedido en los últimos días. En lo enfadado que está con Aziraphale por pedirle favores tan comprometedores y en lo enfadado que está consigo mismo por aceptar sin dudarlo ni una sola vez. ¿Es que Aziraphale aún no se ha dado cuenta de lo obvio?¿Es que disfruta viéndolo padecer para satisfacer sus más insulsos deseos?¿No lo ha hecho, hasta la fecha? Y Crowley volvería a hacerlo una y otra vez, es cierto. Porque le ama. No con la fidelidad ciega y solemne de los ángeles o la sumisión colérica y acallada de los demonios, sino con el amor vehemente de los humanos; comedido y prudente cuando Aziraphale no le necesita, complaciente cuando sí. Siempre atento.

El problema aquí, es que Aziraphale solo sabe amar como los ángeles. Porque quizás el vino y los banquetes hayan cambiado parte de su esencia, pero jamás cambiarán su manera de ser. Y Crowley lo va a tener que aceptar mientras pasa el resto de su vida en esa casa de campo. Tiene tiempo.

De repente le entran unas ganas de llorar tremendas, de esas que hacen que el pecho te salte sin querer. Se quita las gafas y se restriega los ojos con saña. Si Aziraphale lo viera en estos momentos se moriría de la vergüenza.

-¿Es que has perdido la cabeza? ¡Crowley!

Crowley deja de oscilar. Se queda quietísimo y cierra los ojos con fuerza.

-Señor, no me lo puedo creer. Toma mi chaquetón. Vas a coger una gripe.

-Soy un demonio, por si te falla la memoria. Déjame.

El viento y su ulular quedan mitigado por el chaquetón de Aziraphale en sus hombros. Empieza a pensar que se lo está imaginando.

-Un demonio con maldiciones limitadas, te recuerdo. No tientes a la suerte. Vámonos a casa, Crowley. ¿Crowley...? ¿Vas a mirarme o también has perdido la movilidad?

Crowley abre los ojos y sus pupilas se encuentran con el destello lacerante de una linterna.

-¡Hostia puta, Aziraphale!

-Perdón. Ya la apago.

-Joder.

-¿Qué querías que hiciera? No se ve nada a estas horas. No quería caerme por el acantilado y descorporarme.

-Que me dejaras en paz; eso es lo que quería.

-Pues lo siento mucho, querido, pero no te voy a conceder la satisfacción.

la tristesse du diable // good omensWhere stories live. Discover now