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Abrí los ojos, respirando irregularmente

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Abrí los ojos, respirando irregularmente.

Un sudor frío me cubría la piel. Mis piernas se sacudían involuntariamente. Los pájaros me cantaban a través de la ventana su marcha fúnebre, vestidos con esmóquines negros, velos de rejilla y pamelas de ala curvada. Subidos a las copas de los árboles, hoy parecían más cerca que de costumbre, piando con fuerza, como si quisieran despertarme por algún motivo. No sé de qué querrían advertirme, pero debía ser importante, porque con sus coros habían logrado atravesar las paredes insonorizadas de la mansión más resguardada de toda Suecia. Por algo nos llaman "La Casa Blanca de Escandinavia". Y es que el palacio de los Leroux esconde los secretos sucios de medio país, y necesita estar sellado bajo siete llaves para ser seguro. Ya lo decía mi madre: «Lo que ocurre aquí dentro se queda aquí dentro; y lo que se oye en los pasillos, se lo guarda uno para sí. Hablar es peligroso, y no quieres que nadie sufra, ¿verdad Adeline?»

«Por supuesto que no, madre» recalqué, tanto para ella como para mí misma. «Aunque ahora por tu culpa todo el mundo cree lo contrario»

¡Que no cunda el pánico en el Más Allá! Los únicos que quedábamos de esta secta éramos las paredes de este edificio y yo, y ninguno de los dos podíamos hablar, así que nadie iba a morir dos veces. Ni siquiera cuando os empeñáis en enviarme niños y niños y niños...

«¡Coño! ¡El niño!»

Me despegué de las sábanas a base de impetuosas patadas. ¿Cómo pude haberme olvidado? Salté como un resorte fuera de la cama y salí apresurada de la habitación, corriendo a mata caballo por el pasillo. Todo lo que podía ver era la pared final, la cual se iba alejando y alejando hasta volverse interminable. Corría, pero no llegaba a ninguna parte. Me movía, pero no avanzaba. Y, mientras, llamaradas de fuego salían a bocajarro por mi cuerpo, fundiendo este enorme iceberg de edificio hasta hacerlo arder. Las brasas cubriendo cada viga. Las voces de pánico chillándome en la oreja. Cadáveres lloviendo del techo. Una sombra me interceptaba el paso, colocada de brazos cruzados en medio del pasillo.

Me quedé de piedra. Se trataba de una enorme bola de fuego, con la forma de una persona, pero sin ser una persona exactamente. Sus ojos se formaban en base al negro absoluto, creando dos filamentos en forma de media luna que proyectaban indiscretamente su odio hacia mí. Su cabello eran ascuas de tonos cambiantes entre el amarillo y el rojo intenso; mientras que su figura parecía la silueta de un hombre, o incluso un titán, pero uno oscuro, despiadado, cuyas luces y sombras jugaban entre sí para formar un rostro humano. Casi parecía ser mi propio reflejo... O tal vez el duende maligno, igual de acusador que siempre y al cual habían logrado sacar del plano de mi consciencia para poder lanzarme a la pira. Porque tened claro que los duendes no son como los que nos muestran en televisión. No son ni verdes, ni pequeños, ni mucho menos adorables, no. Son exactamente así: Rojos y malévolos.

—¡N-No me hagas daño, por favor!— rogué, pero lo veía en sus ojos. Quería matarme. Por eso su cuerpo estaba construyendo pisos y pisos de fuego sobre sí mismo, alcanzando cada vez más altura a la par que yo alcanzaba más y más grados de pánico. —¡Ayuda! ¡Alguien!

Morkskog: el misterioOnde histórias criam vida. Descubra agora