Los días raros

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– I –

Levantarse de la cama es lo más duro.

Siempre está ahí, la sensación de plomo en los pulmones, el vértigo en el estómago, el hueco en el colchón que parece atraparlo hacia dentro. No lo hagas. Quédate. Qué más da. El cuerpo le pesa raro, de una forma inusual, como si no le perteneciera.

Y aun así se obliga. Porque no puede fallar, se dice. Porque, ¿qué pensarían de él si hoy no llegara al colegio? Alguien le llamaría para preguntar qué ha pasado, dónde está, y no sabría cómo justificarlo. Solo de pensarlo le da apuro. Por eso se obliga a ponerse en pie, contra sí mismo.

Se prepara una taza de café cargado, con bien de azúcar, porque —como leyó en algún lugar— la vida por sí sola ya es suficientemente amarga, y se la toma de pie y de una sola vez. Y traga, traga, traga hasta saciarse del todo y ver el fondo de la taza, los posos de café augurando catástrofes, y esa mancha oscura que lleva allí una eternidad y que no se va por más que frote, como si fuera un reflejo de su vida.

Se coloca los auriculares inalámbricos y pone a Iván Ferreiro antes de salir por la puerta, y canta —grita— en silencio, en su cabeza, gesticulando mientras camina con pasos rápidos hacia el metro, ansioso como si la vida se le escapara entre las manos, como si los monstruos le siguieran a paso ligero y él fuera incapaz de alejarlos. Y de verdad que es una sensación casi física la que le grita que huya, que se desvíe, que no llegue nunca a clase. Pero él es una persona responsable y por eso continúa, desoyendo sus alarmas internas, y llega y saluda al resto de profesores, y se deja arrastrar en sus conversaciones. Se pierde en la montonera de trabajos por revisar que se acumulan sobre su mesa, picotea sin hambre frutos secos entre clase y case, y se esfuerza en atender bien a los críos, porque ellos no tienen la culpa de cómo se siente.

Y se deja llevar, un día más, por la corriente que le arrastra y a veces parece que no quiere dejarle salir a la superficie, haciendo esfuerzos por respirar, cogiendo bocanadas de aire que parecen no encontrar hueco suficiente en su pecho. Solo un esfuerzo más.

Y agradece cuando dan las cinco —otro día superado—, y de camino a casa, se pasa por la farmacia del barrio y con sonrisa forzada extiende a la farmacéutica la receta arrugada, con mala caligrafía, en la que se intuye una palabra que seguro le ayudará a dormir. Y la señora lo mira con cara de pena, o quizás son imaginaciones suyas y es solo resignación o aburrimiento, y busca en un cajón blanco y alargado el medicamento, que pasa por el lector de códigos de barra y luego envuelve en un papel también blanco y fino, casi transparente, que apenas sirve para disimular lo que hay debajo. Y se lo entrega con un "feliz día" que Raoul devuelve, aunque no se lo crea apenas.

Y no sabe por qué, pero esa tarde necesita una tregua y al llegar al portal de casa, siente el impulso de entrar en el bar que hace esquina y que, extrañamente, está casi vacío. Y debe ser una señal, porque las multitudes últimamente se le hacen cuesta arriba. Así que aprovecha la tranquilidad inusitada y se sienta en un taburete en la barra. Deja todos los trastos que lleva sobre la mesa, y solo entonces pasea la vista por el local. Un montón de vasos con flores de plástico decoran las mesas, y en el techo, guirnaldas hawaianas y serpentina cuelgan de lado a lado.

Pide una caña y observa al dueño servírsela: un chico moreno, de barba y ojos alegres, que le atiende mientras entona en voz bajita y suave, con bastante buen gusto, una canción que no había escuchado jamás:

"Mil razones para ser feliz. Le pegaste otro traguito..."

Y él niega con la cabeza, recogiendo la copa directamente de las manos del camarero y dándole un sorbo, incapaz de apartar la mirada del chico, que continúa cantando, mientras con un trapo seca la barra y se balancea al ritmo de la música, ajeno a sus pensamientos. Y es guapo. Atípicamente guapo. Casi no puede evitar observarlo con un poco de admiración.



Los días rarosWhere stories live. Discover now