¿Y si volamos con dragones?

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Mientras los adultos iban de un lado a otro llevando las provisiones a los almacenes para el invierno, el que decían sería uno de los más crudos de la temporada, o quejándose de esas bestias voladoras que habían arruinado la última cosecha, por quinta vez en la semana, la pequeña Astrid Hofferson, de diez años, se paseaba con una sonrisa en el rostro mientras llevaba al hombro su vieja hacha: un regalo de sus padres al cumplir los siete. Nada le hacía más feliz que el día en que afilaba su querida arma. Últimamente la había estado usando más que de costumbre contra los árboles del bosque y, según ella, el filo se había ido perdiendo con cada golpe. La vikinga asomó su cabeza por la entrada de la fragua, el calor allí adentro era tan agradable, comparado con el horrible frío del exterior,  que se distrajo unos momentos de su objetivo inicial y entró sin llamar a la puerta o sin cerciorarse de que hubiera alguien dentro. Caminó sin hacer el menor ruido posible por el interior del lugar, su mirada se perdió varias veces en las paredes repletas de armas y trampas, de todas formas y tamaños. Son increíbles, pensaba la niña, y todas ellas servirán para cumplir un mismo objetivo: matar a esas desagradables bestias que no hacían más que arruinar sus vidas. Si algo había mejor que las armas, eso era asesinar a los dragones con estas. O al menos así le habían dicho.

Astrid intentaba alcanzar un hermoso arco tallado en madera, cuando una voz a sus espaldas la detuvo en seco.

—Miren a quién tenemos aquí, a la pequeña Hofferson, ¿Qué haces aquí, niña? Con todo este frío.

Bocón, el herrero del pueblo, entraba con una gran sonrisa en los labios llevando una pata de pollo en su mano buena. Ella le enseñó su hacha, aún distraída por la pieza de madera.

—Quiero afilar mi hacha.

—Pero hace menos de una semana que viniste…

La pequeña se encogió de hombros.

—Bien, llamaré a Hipo para que lo haga, como vez, estoy librando una lucha con este pollo.

El herrero le dio una gran mascada al pollo y con un fuerte grito llamó al joven vikingo. Ella no dijo nada, ni siquiera se quejó. Sabía cómo era el hijo de Estoico, un debilucho que apenas podía sostener un escudo por más liviano que fuera, pero la primera vez que afiló su hacha hizo un trabajo tan maravilloso que casi ni lo creyó, hasta llegó a pensar que otro lo había hecho. Después había caído en cuenta que no era así, por lo que ahora esperaba con ansias a que apareciera por la puerta, solo para afilar su hacha, claro. Pasaron unos buenos minutos de espera y silencio en los que no se dio ninguna señal de vida de aquel escuálido vikingo. Bocón volvió a llamarlo, por lo menos un par de veces más, pero su llamado siempre terminaba en un silencio que no les agradaba a ninguno de los dos presentes. El pequeño Hipo no aparecía por ninguna parte.

—Qué extraño, ya debería estar aquí, es más, tendría que haber estado trabajando. Lo siento linda, creo que tendrás que esperar, iré a buscar a ese niño y le daré una lección…— el viejo vikingo se detuvo mientras acariciaba su barbilla, como si de súbito hubiese recordado algo. —Ahora recuerdo donde está, es el día en que no sale de casa.

—¿No sale? — preguntó Astrid con curiosidad, demasiada para su gusto. —Quiero decir, volveré luego, o mañana, no importa, adiós.

Y sin decir más, Astrid salió corriendo de la fragua. Bocón murmuró algo sobre la juventud y siguió comiendo alegremente. La pequeña Hofferson, sin tener su hacha para divertirse, comenzó a caminar por el pueblo en busca de algo que hacer. En el camino vio a los gemelos Thorston y a Patán escondidos tras un arbusto y luego, metros más adelante, se encontraba Patapez, de espalda a ellos, dibujando con afán algo en el suelo. No debía de ser adivina para saber lo que sucedería después, por lo que se evitó ver la broma que le harían al pobre Patapez y siguió otro camino. No había mucho que hacer ese día, todos estaban ocupados  en una u otra tarea y ella no soportaba estar mucho tiempo sin hacer nada, además el estar caminando sin sentido estaba comenzando a ser aburrido. Extrañamente, terminó en el lugar que menos habría esperado, la casa del jefe del pueblo. Astrid aún estaba curiosa por lo que había dicho Bocón, sobre que el joven vikingo no salía justo ese día, y esa misma curiosidad la llevó a golpear la puerta de la casa. Solo preguntaría cuando estaría disponible para afilar su hacha, si, solo eso.

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