El supuesto gran día había llegado, Amelia iba a casarse con Sara. Me asomé por la ventana de mi habitación y vi que el cielo estaba nublado aquel día de agosto. No podía ser casualidad, eso no era más que otra señal del destino diciéndome que lo que iba a pasar no era lo correcto. Instantáneamente me vino a la cabeza ese beso del otro día que me confirmó que lo que tuvimos hace tanto tiempo fue mucho más que un simple amor de verano.
- No has cambiado nada, eh. – me dijo entre risas antes de darle un trago a su copa.
- ¿Eso es bueno o es malo?
- No lo sé – me miró fijamente.
- ¿Por qué?
- Porque... me encanta que seas así.
- Entonces es bueno, ¿no?
- No lo sé – repitió y soltó un suspiro.
- ¿Qué puede tener de malo?
- ¿De verdad no lo ves?
Negué con la cabeza. Podía hacerme una idea pero quería que fuera ella la que confirmara mis sospechas.
- Luisi... ha sido volver a verte y que mi mundo haya vuelto a ponerse patas arriba.
- A mí me ha pasado lo mismo, Amelia. – le dije acortando la distancia entre las dos. – Y no me arrepiento de sentir lo que siento.
Amelia me miró unos instantes a los ojos y después no pudo evitar desviar la mirada a mis labios. Era ahora o nunca así que... lo hice. La besé. Fue más corto de lo que me hubiera gustado pero tan intenso que me recordó a nuestro primer beso aquella tarde en el banco de la plaza. Como si el tiempo no hubiera pasado y siguiéramos siendo esas niñas con los sentimientos a flor de piel... pero muy a mi pesar, las circunstancias ahora no eran las mismas y nosotras tampoco lo éramos. Amelia al principio se mostró receptiva, noté que ella quería corresponderlo... pero no tardó en separarse.
- Lo siento, no puedo... - agachó la cabeza y buscó su bolso.
- Amelia...
- No puede ser – volvió a mirarme unos instantes pero no fue capaz de aguantarme la mirada. – Me tengo que ir, lo siento. – dijo nerviosa y salió del bar.
Salí en dirección a la cocina donde me encontré a mi padre preparando el desayuno para todos. No tenía mucho apetito pero sabía que insistiría hasta que probara algo así que me senté en el taburete con la mirada perdida a la espera de que se percatara de mi presencia. En uno de sus viajes al frigorífico me vio y en seguida se quitó los auriculares para prestarme atención.
- Buenos días, hija, ¿cómo has dormido?
- Fatal – contesté con sinceridad porque era evidente.
- ¿Quieres un café o prefieres un zumo? He hecho tortitas, por si te apetecen.
- Un zumo, gracias.
- ¿Tortitas no? También he traído churros de la churrería esa a la que siempre va el abuelo, que los hacen buenísimos.
- No me apetece, papá...
Me miró preocupado y se giró un momento para servirme el zumo, lo dejó encima de la mesa y se sentó a mi lado.
- Amelia. – dijo escuetamente y yo asentí. - ¿No has hablado con ella desde que...? – negué con la cabeza.
- Le mandé un mensaje pidiéndole perdón pero no me ha contestado.
- Hija... me duele en el alma verte así.