Louis

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Tú, como siempre, estabas sentado en el comedor, leyendo, tal vez, uno de los tantos libros que te habían llamado la atención. Como siempre, tu café ya estaba frío, y tus anteojos estaban medio caídos en el puente de tu nariz. Tus ojos seguían fijos en la lectura y seguías manteniendo esa manía de estirar tus piernas debajo de la mesa y mover tu pie izquierdo incontables veces.

Yo, tratando de mantenerme al margen, me quedaba de pie, recargado en la isla de la cocina, dando pequeños sorbos a mi té.

Lo típico era que te percataras de mi presencia hasta que te dieran ganas, de nuevo, de tomar del café frío. Nunca pasabas de cinco minutos. Cuando tu mirada se encontraba con mi figura, sonreías y me decías algo como:

-Ven, lee conmigo.

Cada vez que me decías eso, me sentía demasiado especial y te obedecía. Mis pasos eran lentos, porque sabía lo impaciente que eras y amaba hacerte desesperar.

-Vamos, Lou, rápido -eran las palabras de siempre.

Cuando llegaba a tu lado, tú soltabas el libro y lo dejabas caer en la mesa, éste se cerraba. Y no te decía nada de "se te perderá la página en la que estabas", porque sabía perfectamente que tú ya te sabías de memoria el número de la misma. Así que me alzabas y enrollabas tu brazo en mi cintura, me hacías hacía ti y de un sentón me quedaba en tus piernas. De alguna manera, era una posición cómoda..., parecía ser que mi cuerpo y el tuyo encajaban a la perfección.

Ya estando sentado sobre ti, me volteaba un poco y daba un beso en tu nariz, al mismo tiempo que tú te ponías rojo y murmurabas alguna cosa bonita hacía mi. Siempre, siempre, siempre, nos quedábamos unos cuantos largos segundos mirándonos a los ojos. Y yo te murmuraba cuánto te amaba mientras mi mano subía hacía tu cara, acariciándote, para luego sostener tus anteojos de la parte de enmedio y arreglártelos. Murmurabas de nuevo, un suave "gracias".

Después me volteaba otra vez y trataba de acomodarme sobre ti. La parte derecha de mi espalda siempre recargada en la parte izquierda de tu pecho, nuestras cabezas levemente inclinadas hacía el lado contrario, logrando hacer que quedaran juntas. Tus piernas seguían estiradas, yo no tardaba en hacerlo también. El ritmo que hacía tu pie izquierdo lograba que mi cuerpo se moviera un poco, también. Cogías tu libro de nuevo y lo abrías en la página exacta en la que te habías quedado; nunca entendí cómo es que hacías eso.

Y comenzabas tu lectura.

Tus labios se movían y yo me quedaba prensado viéndolos. Tú te dabas cuenta de aquello, y no tardabas en tartamudear o leer otra palabra en vez de la que venía escrita.

Me gustaba ponerte nervioso.

Dejabas de leer y te reías, yo te seguía; me gritabas amigablemente que dejara de hacer eso y yo me hacía el tonto. Te atacabas de risa de nuevo y negabas con tu cabeza repetidas veces. Yo te exigía que volvieras a leer.

-Continúa bebé -te decía y , joder, tú te volvías a poner rojo.

No podía evitar acariciar tu cara de nuevo.

Me hacías caso y retomabas la lectura. Siempre te prestaba atención a lo que decías y cuando llegaba una parte que me gustaba, tocaba tus labios, haciéndote parar.

-Subraya esa parte, me gustó -susurraba y tú mordías mi dedo y yo lo alejaba. Te hacías hacía adelante, cogiendo un marcador amarillo que siempre estaba en el comedor.

Me lo tendías y yo le quitaba la tapa, tú procedías a subrayar, mordiendo tu lengua en concentración, tratando de subrayar lo correcto. Yo te decía cuando parar, éramos un equipo. Después, retomabas tu lectura.

Todo lo anterior se repetía, y cuando ya habían pasado dos horas de lectura y de chiflazones, corrías la silla de madera hacía atrás, la cual hacía un fuerte ruido y rayaba el piso, dejando una marca en el mismo; daba igual, ya había demasiadas marcas ahí. En el momento que corrías la silla hacia atrás tus pies y mis pies caían de la silla que se encontraba frente a nosotros y en la cual nunca solíamos sentarnos. Seguidamente te quitabas tus anteojos con tu mano derecha y tu brazo izquierdo nunca me soltaba de la cintura. El libro ya estaba cerrado sobre la mesa; yo sabía que el número de página en la que nos habíamos quedado seguía fresco en tu mente.

Me dabas un largo beso en los labios, siempre sabías a café, café frío. Tus dos brazos ya estaban entrelazados sobre mi cintura y de repente te ponías de pie, yo en acto reflejo enrollaba mis dos piernas en tu cintura y tú me besabas de nuevo y yo te dejaba hacerlo, la mayor parte del tiempo hacíamos eso.

El reloj que se encontraba en tu muñeca izquierda siempre sonaba cuando tú me ibas cargando y nos dirigíamos hacía el sofá, siempre a la misma hora.

Doce en punto. Los dos reíamos.

-Ya calla esa mierda -yo siempre estaba gruñón, pero feliz.

-Esa mierda nos avisa la hora -tú siempre defendías al estúpido reloj de mano.

No te replicaba, disfrutaba verte bajar la mirada y levemente la cabeza, oprimiendo un pequeñísimo botón que no comprendía cómo lograbas presionar con esos grandes dedos que tenías. Después te tirabas en el sofá, aún conmigo sobre ti, y yo rebotaba y volvíamos a reír, burbujeantes. Encendía yo la televisión y le dejaba en el canal donde siempre pasaban Los Simpsons; era mi turno de compartir un momento contigo.

Todo eso sucedía los lunes de cada semana. Recuerdo que cuando tenía catorce años odiaba los lunes, pero cuando te conocí, comencé a amarlos. Cursaba la secundaría y no podía esperar por ese día para verte de nuevo.

Y no hay monotonía, podríamos hacer siempre lo mismo y nunca me cansaría, porque te amo demasiado y este amor que siento hace que cada segundo que paso contigo lo disfrute con todo mi ser.

Cambiaste mi vida Harry y por eso es que estoy agradecido contigo.

Fin del capítulo uno.

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necesitaba publicar esto >:c tenía aaaansias de hacerlo.

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