El silencio de los marcados

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Amanda vuelve a pensar por enésima vez que le encantaría sumergirse en el mar y desaparecer. Pero la idea muere mientras considera que dentro de poco le dará hambre y no sabe si hay alguien cerca que le pueda vender lo que sea, porque, qué flojera, tener que moverse hasta los puestitos de ceviche es más pesado que discutir con su madre sobre por qué nunca se maquilla.

Sebastián estira los brazos, para luego volver a abrazar sus piernas y seguir observando cómo se mueven las olas. Voltea a mirar a su prima, a veces parece que estuviera muerta porque no habla, no hace ningún gesto, no se mueve, está ahí nomás; si no fuera porque su pecho sube y baja, cualquiera diría que se murió tomando sol. Pero esa siempre ha sido su dinámica. Estar ahí en la playa, bajo el sol, sin que nadie diga nada, sin moverse, sentados o echados.

Ella se levanta y camina despacio hacia el mar. Nada, se sumerge bajo las olas y vuelve a salir a flote en una dinámica que se siente tan natural como si hubiera nacido solo para eso. Desde que pudo nadar detrás de las olas, solo deseó poder quedarse la vida entera allí. Detestaba que su madre siempre quisiera sacarla del agua cada vez que nadaba tan lejos, que incluso le llegara a prohibir irse por allá. Pero ella no hacía caso, sabía que nunca la alcanzaría, ¿qué capacidad de nado tendría una señora más interesada en tener un bikini que sea vea bonito a que sea realmente útil para nadar? En ese espacio, su refugio, el alcance y dominio que otros podrían ejercer sobre sus decisiones y su cuerpo se desvanecía; no importaba si luego era amenazada con ser castigada, si luego le podían gritar porque les asustaba, esa recriminación no duraba más de cinco minutos y esa sensación valía el riesgo, cualquier riesgo.

La ve nadando, a veces simplemente flotando, en esa zona que solo comparten entre los dos. En esta misma playa ella lo empujó a que tenga el coraje necesario para desafiar a las olas cuando no tenían ni once años. El gran momento que luego desencadenó otros. Lo que le abrió los ojos al sentir que estaban frente a la vastedad del océano, que habían podido vencer a una fuerza que hasta hacía poco se mostraba inconmensurable. Él prefería estar retraído a pelear contra el mundo porque siempre tenía miedo. Su mundo ideal era un lugar donde no tuviera que rendirle cuentas a nadie de nada, de absolutamente nada, donde pudiera estar en paz o lo que sea que eso signifique, donde nadie pueda alcanzarlo, como es estar en medio del mar. Se levanta para también entrar ahí.

Ella se pierde debajo de una ola. Sale pasados unos segundos. Sumida en sus propias sensaciones hasta que una voz la saluda y la saca de su espacio. Se ríe nerviosamente porque no esperaba verlo así de improviso y flotando tan cerca. Da media vuelta y nada hacia la ola que está creciendo para evitar que rompa encima de ella. Ve cómo se va formando lentamente, cómo crece hasta tomar una altura intimidante, cómo comienza a verse la espuma sobre la cresta y ya no ve nada porque es el momento exacto para zambullirse, cerrar los ojos, contener la respiración y sentir cómo tan solo un metro detrás la ola ha reventado. Salir nuevamente a flote y respirar como si fuera la primera vez que lo hace, como si estuviera naciendo.

Él la sigue en ese pequeño juego que existe entre el ir y venir de las olas, esos movimientos casi pendulares que lo mueven de un lado a otro. Para cuando voltea a ver dónde están sus cosas, están más lejos de lo que esperaba. Ver cómo el agua lo ha ido moviendo de dirección sin que se dé cuenta es un placer simple que nunca deja de maravillarlo. El olor, el olor distintivo. El sonido de las olas. Nunca entenderá cómo es que hay gente a la que no le gusta estar en el mar, que no le gusta la playa. Nada un poco en dirección al punto inicial, aquel desde el cual entró, para darle otra vuelta al proceso. Sumergirse, respirar, esperar, sumergirse, respirar, esperar. En el mar la repetición es alegría, en tierra es desesperación.

Mientras aguarda una nueva ola, ella se ve rodeada por la memoria de quien le enseñó a nadar. Pero los otros recuerdos que tiene de esa persona duelen. Duelen demasiado. Y consumen cualquier otra experiencia. Una nueva ola, un nuevo desaparecer, la sacan de ese aturdimiento para retornar a su espacio. Este es un espacio en el que no se cansa. Puede pasarse horas haciendo lo mismo. Es una de esas soledades en las que no se siente la falta de compañía porque se tiene algo mejor, mucho mejor de lo que cualquier persona puede ofrecer.

VacíoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora