Capítulo 4. Ayala

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—¿Y tú desde cuando fumas Marlboro?

Lola tardó un segundo en contestar y se encogió de hombros.

—Me lo han regalao.

Yo arrugué el ceño con suspicacia, pero no quise preguntar más.

La minicadena lanzaba el reggaetón contra las paredes de la peña como si estuviéramos en guerra. En guerra contra la vida. El ritmo se me colaba por los pantalones como un calambre y me hacía entrar en calor.

Con el tiempo había aprendido a valorar la música latina, pero yo en mi juventud no podía ni verla.

A mí lo que me gustaba era Avril Lavigne. Me encantaban las corbatas largas, las muñequeras de pinchos, los pantalones piratas y los cinturones gruesos de tachuelas. Me encantaba llevar una púa de guitarra al cuello aunque no tuviera ni zorra de cómo tocarla. Demasiado madrileña para tener una banda de música en un garaje; demasiado yanki para que me gustasen grupos que no fueran Paramore o My Chemical Romance. Ya sabéis, la niña malota y triste del instituto, la de las camisetas de Green Day, la del Wake me up when september ends.

Me flipaba el volcalista de Tokio Hotel porque era lo más parecido a que me gustasen las mujeres. Yo ahí ya era bollera, pero soñaba con encontrar a un dark lleno de imperdibles que me llevara a beber calimochos a Plaza España(23).

(23) Plaza en el centro de Madrid donde termina la Gran Vía, donde hacen skate los emos y toda esta gente que tiene problemas en casa.

Y mientras me aprendía el mapa de Metro y buses de Madrid, en Arenas de Buitrera comencé una adolescencia turbulentamente sexual. Quedar para enrollarme fugazmente con alguien en un callejón, para que no me vieran los viejos y se lo contaran a mi abuela en el pan(24). Chupar mi primera polla detrás de un montón de cebada; porque aunque me agarraran del pelo y me mirasen desde arriba, yo tenía la sensación de ser la que pilotaba y la que podía controlar la situación de un mordisco. Perder el móvil entre los rastrojos y tener que volver después con linterna a buscarlo. Fumar en el pinar y al día siguiente rezar porque el incendio que había aparecido en las noticias de Segovia no hubiera sido cerca del pueblo.

(24) "El pan" o "ir a por el pan" es un evento social donde todas las abuelas se reúnen cada mañana a la puerta de la furgoneta del panadero, que hace rondas por los pueblos de doscientos habitantes (de los cuales viven veinte en invierno y quince están en residencia). Es decir, hablamos de pueblos que tienen iglesia y bar, pero no tiendas de víveres. Cultura de España.

Mi madre dejó de pagar la calefacción. Discutí con ella porque me pasaba los días en casa envuelta en una manta como un durum. Me fui de casa. Me bañaba en casa de la vecina. Comencé a cortarme en las muñecas como hacían mis amigos, pero dolía mucho y decidí que aquello no era lo mío. Me refugié en la música, primero en el Walkman, luego en el MP3, luego en el iPod que tenía la rueda táctil. A mi madre le dijeron en el pediatra que me estaba quedando sorda. Me cortó el cable de los cascos con tijeras. Empecé a odiarla. Le robé los pendientes que llevó en mi Comunión y los empeñé en el "Compro oro" de los panfletos de los parabrisas. Con el dinero me compré una Gameboy Advance.

Me teñí el pelo de todos los colores que existían (menos de rosa). Se me quedó hecho mierda con el decolorante. Me hice rastas. Me fui de campamento. Cogí piojos. Formaron una hipoteca en las rastas. Me rapé el pelo. Me volvió a crecer. Me hice trenzas. Una negra me dijo que era apropiación cultural. Pasé dos semanas en crisis. Me dejé el flequillo corto solo para que mi madre me llamara "filoetarra" y se asustara por los pasillos.

Volví a teñirme con mechas moradas, como lo llevaba ahora. Me gustaba recordarle a la gente que alguna vez lo había llevado entero de color verde.

Respiré hondo.

Castilla y NeónTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon