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"El faraón"

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Incluso si el ser faraón te convertía el ser más poderoso en toda la civilización egipcia, siendo sin lugar a dudas el único por encima de cualquier mundano en aquellas tierras y el poseedor de absurdamente enormes e innecesarias riquezas, el denominarse con tal título conllevaba un ardúo trabajo. Jack Conway podía dar fe de aquello, puesto que gobernar sobre territorios tan extensos era realmente una tarea compleja.

Era quizás por esto que algunos de sus días eran inundados por un estrés que acribillaba sin misericordia la cabeza del monarca, o al menos esto es lo que prefería él pensar, porque quizá y tan solo quizá, existía una pequeña posibilidad en la que cabiera la idea de que lo causante de la tensión ubicada en sus hombros fuera algo más que las intensas peleas por terreno, el que se tratara de un quién en lugar de un qué.

Si Jack podía ser honesto, y oh, tenía certeza de que podía serlo tan solo consigo mismo, nunca se había sentido atraído hacía la que en aquella época era su esposa y media hermana, mas el que accediera a la corona sin una mujer a su lado sería visto como un hecho inconcebible. Por lo que accedió a hacerlo, puesto que para él y sus ansías de poder no suponía algún problema, claro, hasta aquél día.

El día en el que un hombre poseyente de dos zafiros en lugar de ojos se presentó ante su majestad para servirle, porque desde aquél día fue incapaz de pensar en otra cosa que tocar su torso al descubierto.
El asunto volvía loco al hombre, pero es que, ¿cómo podría dejar pasar una belleza semejante a la de aquél misterioso chico?
A sus ojos, su magnificente preciosidad era tal que parecía ser la propia encarnación de la venerable diosa Hasthor.

Y, cada vez que avistaba su presencia en la sala, las yemas de sus dedos parecían quemar en un típico mas intenso deseo por trazar líneas por sus pectorales y en los músculos de su abdomen.
Entonces, tal como si sus pensamientos pudieran ser leídos, el dueño de sus socialmente desaprobados pensamientos le dedicaba osadas miradas colmadas de una discreta lujuria, o al menos eran interpretadas así por el gran faraón.

El verdadero problema radicaba en que su capricho se acrecentaba cada día imparablemente, y fueron largas las noches en las que su cabeza recostada a un lado de la de su esposa se proponía con testarudo esmero el recordar las largas piernas de su esclavo, el cómo su pelo se tintaba de dorado a la luz de el brillante sol o el aparente aura sexual y rebelde que parecía emitir a su alrededor que lo embelesaba cada vez.

Las horas transcurrían, y en el interior de una de las enormes salas del más bello palacio egipcio se encontraba el aclamado soberano, nombrado por cuantos incontables hombres como el más poderoso de sus tiempos.

El rey de todo Egipto se reclinaba sobre su basto trono dorado, las canas de su barba relucían pintadas de un tenue brillo obsequiado por la luz colándose por las enormes vitrinas doradas.

El imperial varón observaba con recelo la gran parte de sus riquezas que conservaba en altas pilas a su alrededor como leve demostración de la arrogancia y ambicion por el lujo que lo caracterizaba, ocasionalmente abriendo su boca para el que sería su sirviente predilecto posara una uva dentro de ésta.

El fiel ciervo portante de tan solo un taparrabos de cuero blanco elegía con capricho entre sus delgados dedos la uva más redonda que yaciera en el recipiente de adornada cerámica marrón, balanceando su circunferencia y sintiendo la piel de la misma arrugarse ante el tacto de la yema de sus dedos, para luego acercarla a los finos labios del emperador que lo miraba con la habitual minuciosidad, abriendo levemente sus labios para dejar que su sirviente la empujara con lentitud entre ellos, sintiendo la humedad en las gotas del rocío mojarle los labios.

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