Capítulo 21

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|Capítulo 21|

Capítulo 21: El camino del samurái.



Roronoa Zoro era, fue y había sido un macho durante toda su vida, un tío de los de hablar rudo, pelo en el pecho y por completo heterosexual. Eso lo tuvo muy claro y salió a relucir desde que era pequeño, desde que era un canijo de apenas seis años.

En el Japón, en una antigua villa la cual había dado excelentes samuráis en el pasado, creció siendo un bastardo en el dōjō del que habría de ser su maestro durante su temprana juventud, en una vida de meditación, respeto y entrenamientos constantes. Nunca tuvo la oportunidad de ser un niño normal y corriente y jugar y reír como el resto; él, con su escasa edad, se limitó a entrenar y hacerse fuerte, como si la vida realmente le fuera en ello. Fue, tal vez, para no pensar en sus padres, en el hueco que había en su vida. Su shishō Koushirou le enseñó que la espada sería su compañera de por vida, que toda esa frustración que sentía se la dejara a la katana para que la filtrara por él. Durante esa época, Zoro, con su actitud reservada y seria, con dejes de superioridad puntuales, llegó a ser un verdadero prodigio en la villa. Llegó a ser su mayor orgullo, de hecho, hasta que todo se torció.

Volviendo al hilo, durante esa época una sola persona rivalizaba y era superior a Zoro en el uso de la espada, la que se volvería su única meta, su ejemplo a seguir, su objetivo en la vida. Y la que fue, de hecho, la que marcó la naturaleza igualitaria en Zoro.

Esa fue Kuina, la hija de su maestro. 

La mejor espadachina de la región, la mejor del mundo para Zoro. 

Y por consecuente, ella se convirtió en la figura que Zoro tanto ansió como referente, ese algo que llenara el vacío que sus padres dejaron allí. Era tan solo tres años mayor que él, y era prácticamente la única persona con la que Zoro gustase de estar, quizá porque ella entrenaba tanto como él. Practicaron juntos; pero nunca, ni una sola vez, el pequeño muchacho de cabellos verdosos ganó a la jovencita en un duelo. ¡Mo ikai! gritaría él, conteniendo las lágrimas por cuestión de orgullo, y ella le llamaría terco, le diría que no importaba las veces que lo intentara no le ganaría, y volvería a ganarle bateando su katana de bambú. Kuina, joven pero talentosa, alentó a Zoro a superarse y seguiría siendo su mayor incentivo aun en la actualidad. Una promesa hacia ella, de hecho, le convirtió en el hombre que era hoy.

Llovió el día en el que se dio cuenta de que algo no andaba bien, durante su preadolescencia. Se levantó de madrugada, mucho antes de que saliera el sol entre las montañas del valle, y entrenó su cuerpo de jovencito con enormes rocas, meditaciones bajo la cascada, y equilibrios cual junco. No fue hasta que el rojizo sol salió por el este, alumbrándole la piel sudorosa y dejando caer la mañana, cuando tuvo un presentimiento. Un mal augurio, un no sé qué que le hizo dejar su haori, su katana de bambú, y las sandalias, para echar a correr, por mero instinto, hacia la casa principal de su maestro Koushirou. El paso del tiempo le robó el aliento, le robó la calma que siempre había mantenido. Abrió la puerta corredera de la habitación de Kuina, vistiendo solamente su hakama, asfixiado, jadeante, con un aspecto tan demacrado que cuando el shishō, Kuina en la cama, y un hombre que reconoció como el médico de la aldea giraron a verlo se llevaron un susto de muerte.

Zoro, se llama a la puerta antes de entrar. —fue lo único que le había dicho su maestro, rehuyéndole la mirada.

Roronoa no quiso prestarle mucha más atención a cualquiera de los otros dos hombres, porque su mirada quedó fija en una sola figura. — ¿Ku...ina? —se escapó de entre sus labios, y sus ojos tardaron poco en distinguir lo que su mente se negaba a aceptar. Quizá siempre lo supo. Quizás las ojeras de la chica, más su verdaderamente delgado cuerpo, su color blanco alabastro, su cansancio usual y sus constantes desmayos deberían haberle alertado de algo. Quizás la mirada de calma que tanto admiraba y odiaba en ella siempre se lo había trasmitido, pero él se había negado a verlo. Echó a correr hacia el futón y se echó a sus pies gritando mientras el médico le pedía que se calmara, que no hiciera un espectáculo; su maestro no permitió ese comportamiento, tampoco, pero fue la misma chica la que levantó la mano para pegarle una torta en la cara. Zoro calló, preso de una sorpresa sobrehumana porque era la primera vez que, fuera de sus duelos habituales, ella lo golpeaba.

Imperu Down | All x LuffyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora