"El mar de arena"

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La compuerta gigante se cerró frente a mis ojos, la desesperación se encarnó más fuerte que nunca en mi enajenado ser, intenté correr hacia la entrada, pero la arena era espesa, tornando mi avancé en movimientos lentos y burdos, la sensación de estar tan cerca y a la vez tan lejos se volvía cada vez más frustrante.

La angustia e impaciencia dentro de mí, se habían transformado en una tormenta que arrasaba con todo, impulsando a mi mente a trabajar como nunca, intenté recordar un momento que fuera único entre mi padre y yo, conforme me adentraba en mis vivencias lo más rápido que podía, la marca en la frente ardía como mil soles.

—Sabes Kiran, hoy te mostraré un tesoro que encontré poco tiempo antes de que tu nacieras, es de la tierra de mis padres y nadie sabe que vive aquí— me dijo papá mientras me llevaba de la mano a una de las fuentes más alejadas de la ciudad.

Cuando llegamos, abrió lentamente una compuerta que yacía por un lado del ornamento, liberando un aroma suave que provenía de las profundidades de aquel sitio.

—¿Qué cosa es esa? — Pregunté emocionado.
—Un pasaje; es como un camino que te lleva a otro lugar, uno distinto al que conoces— explicó papá mientras se adentraba en la oscuridad.

Caminamos durante un rato, el lugar no tenía mucha luz y olía a moho, cuando llegamos al final del pasillo, mis ojos se abrieron como platos.

Un pequeño manantial brotaba de la tierra, creando un estanque que llenaba de vida a todo a su alrededor, y allí, creciendo por las paredes se encontraba el secreto mejor guardado de la ciudad.

—Antes se les conocía como Azucenas o Lirios, son plantas: flores, que brotaban en todos los lugares donde nacía el agua, adornando sus caminos como ahora lo hacen aquí— citó mi padre tranquilamente.

Papá me reveló nuestro apellido aquel día, sin embargo, jamás pensé en el valor que tendría esa simple acción; en la ciudad eran más importantes los títulos, por ende, casi nadie sabía de ellos.

—¡Papá!, ¡tu nombre es Hibraim Azuen, yo soy Kiran Azuen!, tu hijo y sé que elegiste ese nombre porque tengo el mismo color de ojos que aquellas flores, nadie tiene un apellido aquí, pero tú me lo disté, ¡querías compartir aquel tesoro conmigo! —grité tan fuerte como pude, entre sollozos y jadeos.

El rostro de mi padre, perdió el color, su mirada se perdió en la nada para después regresar a mí y cuando estuvo a punto de abrir la boca, la compuerta se cerró.

Golpeé hasta el cansancio aquel pedazo de metal que se interponía entre mi antigua vida y yo, el temor de saber que moriría por el veneno del aire, o destripado por alguna bestia me hacía arremeter con toda la fuerza que poseía.

Terminé hincado, sin fuerzas, con sangre azul corriendo de mis nudillos, los ojos hinchados y un dolor de cabeza que aplastaba mis cienes, con la respiración agitada y un sentimiento de angustia que trepaba velozmente por mi pecho. Esperé el fatídico momento que anunciaron los viejos, sin embargo, el resultado fue un poco diferente. Cuando mis nervios estallaron con un ataque de ansiedad que fulminó mi consciencia, aquel tsunami de emociones se perdió en la nada, arrastrando el tiempo y la luz de los cielos.

Cuando abrí mis ojos, una luna roja se alzaba en lo alto, iluminando de carmín al extenso mar de arena que se abría en todas direcciones frente a mí. Al principio pensé que era un sueño, pero conforme me incorporaba fui consciente de lo real de aquella situación; sentía el rostro seco como una roca, esto contrastaba con los ríos de lágrimas trazados en mis mejillas que acrecentaban mi sentir, el dolor de cabeza ya no estaba y de alguna manera me sentía bien físicamente, aunque destrozado por dentro. Disfruté pocos minutos de aquella paz, la cual fue destruida por el miedo y el dolor que regresó lacerante e inmisericorde como la fría hoja de un cuchillo.

Intenté respirar lento y profundo con el fin de calmar aquella ansiedad que brotaba en ratos y me arrastraba de a poco a la locura, pasado unas horas me levanté y volví a tocar la compuerta, pero no pasó nada, rendido y con el corazón hecho pedazos comencé a rodear la fortaleza en busca de alguna entrada.

No me acostumbraba a pisar sobre la arena, aquella fuerza me impedía andar y creaba en mi una de ola de desesperación y coraje que terminaba en berrinches y chilletas, la odiaba, seguí avanzando hasta que rodeé por completo la muralla, observé como el paso del tiempo había hecho estragos en ella; ahora mostraba grietas aquí y allá, pero no lo suficientemente grandes o anchas para poder pasar, entonces entendí que no había manera de entrar, no existía otra puerta o pasaje, al menos no visible.

Resignado me alejé un poco y tomé una varita del suelo, al hacerlo me percaté que la marca en mi rostro se extendía lentamente, ahora la podía ver sobre mi brazo derecho, aquella extraña luminiscencia evocó los recuerdos que tuve cuando me encontraba en el estrado, y me llegó una idea.

«Si colocó mis manos muy dentro de este océano de polvo, ¿Funcionará igual?» me pregunté a mí mismo en voz baja.

Me senté y procedí a realizar el experimento, cuando mis brazos estuvieron cubiertos casi por completo, esperé la misma reacción de antes, sin embargo, no pasó absolutamente nada, lo intenté varias veces, pero no funcionó, fue hasta poco antes del amanecer que buscando bajo aquel manto de arena toqué una raíz.

El trance que ocasionó aquel simple roce se mantuvo durante varias horas y justo después de mostrarme todo su camino me arrastro a un viaje extenso y sinuoso. En aquella visión pude observar cómo se extendía aquel brote, por miles de kilómetros donde todo era arena, llegaba hasta unas montañas de piedra tan altas que la ciudad apenas sería un ornamento en comparación, del lado opuesto el yermo se extendía a los cabos de barrancas gigantescas, profundas y agrietadas.

Viajé largas distancias guiado por el pequeño hilo, pero encontré algo que me hizo sacar las manos de la arena tan rápido como pude, una bestia de huesos que deambulaba, me observó por un instante, y toda mi piel se erizó por completo, sus ojos rosáceos brillaban de una manera extraña, única, bajo la superficie de la arena, su mirada encontró la mía, no necesite de palabras para entender que venía por mí.

«Corre, corre tan rápido como puedas, a las montañas, aléjate de aquí» pensé para mis adentros.

Recordé cuando jugaba con mis amigos y me quitaba los zapatos, esto me ayudaba a tomar más velocidad, entonces tiré el calzado que tenía en ese momento y encontré las plantas de mis pies tan luminiscentes como mi brazo, pero esta vez no me quedé pensando, soló me levanté y eché a correr. Al principio la arena me impedía avanzar, pero conforme fui tomando velocidad parecía flotar sobre ella, a un ritmo impresionante, no estaba agitado y podía ver como mi entorno se distorsionaba por el movimiento, seguí el camino a las montañas durante un rato, observando las estrellas y todo lo que me rodeaba, olvidando por completo que la bestia venía en mi búsqueda.

Mis huellas quedaron impregnadas en cada paso, esparciendo un rastro a mis espaldas de colores cerúleos fosforescentes. Conforme las montañas aumentaban su tamaño en el horizonte, también lo hacia el sol, sus tonos naranjas vencían con fuerza al azul de la noche, dejándome ver por primera vez el amanecer, me detuve un momento para observar aquel cuadro que se pintaba frente a mí; la temperatura comenzaba a ascender y el calor que brindaban los rayos del sol me mostraron los colores que escondían las montañas y rocas que me rodeaban. Pocos minutos después comencé a sentir como las profundidades temblaban, la arena se levantaba como una tormenta y un sonido agudo atravesaba mis oídos, no había duda, la bestia había llegado.

De un salto me incorporé de nuevo, corriendo rumbo a las montañas, se encontraban cerca, pero también la criatura, viré un poco para observar su apariencia, y lo que encontré definitivamente me hizo acelerar el paso; sobre la superficie de la estepa una aleta dorsal se movía brutalmente, de huesos tan desgastados y sin color como los tienen los restos de un cadáver de antaño, su movimiento era errático, pero contundente, como lo hacían los tiburones en lo que alguna vez fue el mar, aquella imagen me hizo perder más que sólo el equilibrio.

La caída fue inminente, rodeé por una larga distancia hasta impactarme con la piedra caliza que cobijaba las faldas de aquellos riscos, agrietando mi piel y lacerando severamente mi cuerpo, la nubosidad se apoderaba rápidamente de lo que podía observar, la imagen del desierto se mantenía borrosa, pero la inmensa aleta, seguía acercándose, un poco clara, pero inverosímil, cuando se encontró demasiado cerca, desapareció por un instante, lo suficiente para incorporarme de nuevo.

Pero lo que saltó de aquel yermo, era algo que no existía en ningún libro o enciclopedia, una ser de vida y muerte... 

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