sero o no ser

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Son las tres de la tarde de un 29 de julio cuando las puertas automáticas del konbini se abren perezosamente, dejando pasar un soplo de ruidos de tráfico y del aire tibio de las calles de Musutafu.

Durante unos segundos el verano se infiltra en la tienda, enroscándose en la brisa del aire acondicionado y en el tintineo distante del timbre que anuncia la entrada de un cliente. Luego retrocede como una ola que lava la playa y deja olvidado un regalo en la orilla.

La esquina mal adherida de una pancarta se agita imperceptiblemente, las puertas se cierran.

En esta ocasión el regalo llega con gafas de sol y cazadora de cuero.

Hace calor.

Son las tres de un lento 29 julio y Kirishima se endereza detrás de la caja para atender al primer cliente de la tarde.

Alisa discretamente su uniforme, corrige con un rápido toque la inclinación de la etiqueta que anuncia su nombre. En la tienda sólo se oyen el murmullo apagado de los refrigeradores y los pasos de un hombre.

Zapatillas blancas y vaqueros negros; mechones negros y camiseta blanca. La cazadora sostenida indolentemente por una mano apoyada en el hombro. Kirishima se pregunta si no lo pasará mal, entre toda esa tela estrecha. Al otro no parece importarle. Ni eso ni nada, en cualquier caso, que no sean sí mismo y el ritmo de sus pasos.

Lo ignora, se pasea, desfila por la tienda. Se regodea. Kirishima traga saliva y observa. Contempla el ladeo aburrido de su cabeza, el vaivén de las puntas de su cabello semilargo y cómo la tela rasgada y descolorida de los vaqueros regala atisbos de sus rodillas.

Lo persigue con la vista, salvo cuando dobla en una esquina, porque ante todo Kirishima es un profesional que no se mueve de su silla.

El itinerario del pelinegro dura ocho minutos en los que pasa de largo frente a la nevera de bebidas energéticas, vuelve dos veces hacia las revistas especializadas en motocicletas, y se detiene finalmente junto a los helados expuestos al final de la tienda. El de sus dedos ya no es ningún camino errático, sino un viaje preciso y exacto cuando abren la puerta acristalada y seleccionan una caja. Chocolate, por supuesto.

Luego da media vuelta con un giro experto sobre sus talones, y avanza con indiferencia por el pasillo – convertido en pasarela – que comunica la caja y los congeladores. Cuando llega, Kirishima ya tiene en la mano el lector de códigos de barras y en la mente la secuencia numérica de todos los productos por si el láser falla.

Eso último era mentira. Su cerebro está en blanco. Zapatillas que chirrían suavemente sobre un suelo recién fregado. Y negro. El de un flequillo que se abre ligeramente hacia los lados.

Pese a la climatización de la tienda y la corriente fría que ha circulado tras abrir las neveras, un finísimo velo de sudor cubre la frente del hombre. Ah. Kirishima guarda la imagen en una esquina recóndita de su memoria. Como suponía, hace calor.

Calor pero dentro del konbini no demasiado sol, y aun así las gafas de estilo aviador siguen en su sitio, inclinadas sobre el rostro del cliente con una negligencia que parece calculada. Caen ligeramente sobre el puente de su nariz, lo justo para que escape sobre ellas un atisbo de mirada negra. El hombre murmura un buenos días tan desganado que parece morir a pocos milímetros del piercing en sus labios.

Kirishima acepta la caja de helados – sonríe –, pasa el código por el escáner – un pitido –, se la devuelve – ¿eso será todo?

Como eso será todo, el pelinegro extiende una mano para recuperar los helados, pero Kirishima no los suelta. Atajo 28721 en el ordenador, acaba de recordarlo. Se quedan durante un instante sosteniendo la mirada del otro y una caja de Cornetto® chocolateados.

Konbini | Serokiri | KiriseroWhere stories live. Discover now