~Fortaleza del corazón y convicciones arraigadas.~

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Dr. Stone no me pertenece es propiedad de Inagaki y Boichi, yo sólo tomo prestado a los personajes para fines de esta historia.

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El corazón de la joven detuvo su palpitar por un breve instante. Kohaku lanzó una mirada horrorizada a su padre, y de ambos, Kokuyo fue el único que permaneció impávido ante sus propias palabras.

Ella sin embargo, se convirtió en una bomba a punto de estallar por semejante revelación.

—¡Imposible! —profirió contrariada. Sus delicadas manos se apretujaron formando un puño y sus uñas se incrustaron en su pálida carne.

El hombre volcó toda su atención a ella y su ocre mirada recayó en las preciosas joyas aguamarina de la joven doncella, dejándole muy en claro que no se trataba de broma o treta alguna, sino más bien de un mandato que ella debía aceptar como un hecho desde el momento en el que fue estipulado.

—Debido a la ausencia de Ruri, es tu deber como futura gobernante del reino, Kohaku —un deber que fue delegado de su hermana hacia ella cuando Ruri huyó junto a uno de los sirvientes del Palacio—. Pero sólo podrás asumir la corona real si eres desposada. —El Rey dictaminó como una ley absoluta que debía cumplirse al pie de la letra.

Kohaku tendría que cargar y enmendar la ofensa de su hermana hacia el reino de una u otra forma. 

La premisa fue tan desagradable al oído que incluso le provocó unas arcadas de sólo imaginarse a sí misma desposada por un extraño el resto de su vida. Odiaba esa absurda ley que le negaba el derecho a gobernar por sí sola su reino; un mandato tiránico que la condenó a reducir su presencia como la sombra de un hombre, sin voluntad y sin libertad de expresar nada. Porque estaba muy segura de que ese sería su destino.

—Padre yo puedo gobernar el reino sola. —sin temor le hizo saber su opinión al Rey, esperando que él pudiese ver en ella lo que veía en sí misma, una joven fuerte y capaz.

Kokuyo suspiró con exasperación y su mirada se endureció.

—Hija, necesitas un rey a tu lado. Un compañero que te guíe en el camino —sus puntos eran totalmente discordantes uno del otro, pero Kokuyo sólo quería lo mejor para su hija y en este caso para su propio reino—. El pueblo necesita la fortaleza de un gobernante que mantenga sólida nuestra estructura y cuyas decisiones la encaminen hacia la expansión y el progreso.

Lo supuso, su padre veía en ella a una joven doncella frágil y volátil, una hoja al viento vagando a la deriva.

— ¿Acaso no tengo la fortaleza que un hombre puede tener? ¿No crees que logre todo eso y me convierta en una buena soberana como mi madre y tú? —Kohaku temió la respuesta de su propio padre, pero a pesar de eso se obligó a endurecer la mirada aparentando el coraje que no poseía en esos momentos.

—Sé que serás una excelente reina. No justifico el acto imprudente de Ruri, pero  la decisión de legarte su puesto como futura soberana quizá se basó en que al ocupar el trono, serías incluso mejor que ella —la mirada del Rey se suavizó ante semejantes palabras—. Pero entiende que con el matrimonio no sólo se confieren los derechos a la corona, sino que también la oportunidad de entablar una relación diplomática con otro reino.

Una oportunidad que no sólo beneficiaría a su familia sino al reino entero y también al de la contraparte involucrada. Kokuyo siempre buscó una oportunidad de peso que lograra apaciguar la rivalidad entre reinos vecinos y que trajera un preludio de paz a su pueblo; los saqueos y los asaltos en las fronteras eran el pan de cada día, pero si ambos reinos se unían, no sólo evitarían dichos altercados sino que también podrían colaborar, expandir el comercio y en todo caso, alcanzar el progreso entre ambos.

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