De compras.

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Tomás y yo nos fuimos a un grande centro comercial donde solía frecuentar a causa de sus grandes tiendas de ropa, peluquerías, tiendas de electrónica y todo este tipo de cosas. Tardamos unos treinta minutos en llegar y entramos rápido al edificio hecho de ladrillo rojo oscuro y con grandes cristales que reflejaban el cielo gris de esa tarde. 

Entramos en el supermercado, un lugar donde nunca había estado, porqué siempre me traían la comida a casa, y cojimos un carrito:

- Empezaremos por este pasillo, luego iremos haciendo eses hasta llegar al del final -me ordenó señalando el último pasillo.

Tal vez estubimos dentro unos veinte minutos, y mientras él cogía fruta, verdura y lácteos,  yo aprobechaba para arrassar los estántes de bebida energéticas y alcohólicas, barritas de energía, ingredientes para mi batido de proteinas y bolleria industrial. Cuando llegamos a la caja y pagamos (más bien pagué yo los 150 euros de factura) salimos. Tomás, con el carrito, empezó a andar rápidamente hacía la salida y yo me quejé:

- ¿Dónde te crees que vas? -se giró lanzándome una mirada asesina.- Hemos hecho las cosas que tu querías, ahora toca las mias. 

Primero le llevé a la tienda Apple, el lugar donde le compré un iPhone y un ordenador portátil (porqué él había perdido el suyo en el aeropuerto). Ya sabeis que dicen; si no puedes contra el enemigo, únete a él. Así que decidí encargárme de todo y de la forma que él se sintiera más cómodo durante su estáncia en mi casa. 

Después de comprarle los aparatos eléctronicos, y aprobechando que se me estaba iendo el rubio de bote de mi pelo, fuimos a la peluquería. El chico, cómo es normal, al principio protestó pero luego, se empezó a dejar llevar por mí. Yo me tinté el pelo y me lo corté un poco. Ordené a la peluquera con la cuál tenía mucha confianza que se lo cortara como un actor muy famoso. Al final todos dos salimos de la peluquería, yo con el pelo aún más rubio y él con un tupé. 

Después de esto hicimos un tiempo muerto para ir a comer a la cafeteria, mientras yo estaba pidiendo dos  batidos de proteinas, él estaba sentado en la mesa sin para de tocarse el pelo recién cortado:

- ¿Puedes parar? Me pones muy nervioso -le confesé. Mirando alrededor de la mesa, me dí cuenta que una chica de la misma edad que nosotros nos estaba mirando, y era muy guapa, así que decidí tontear con ella hechandonos miraditas. 

- ¿Que haces mirando tanto hacia ahí? -me preguntó con un tono borde. Yo hice un gesto con la cabeza apuntando hacia la joven hermosa- ¿Sabes que debe tener como catorce años? 

Al principio no me lo creí, peró de repente llegó una mujer, al parecer su madre, y entraron juntas al supermercado. El estranjero se rió de mi durante un buen rato. Cuando dió el primer sorbó al batido (el cuál se lo había servido en un vaso para que no viera que le estaba volviendo a dar lo mismo que por la mañana) el chico se me quedó mirando un rato, como si me estubiera estudiando:
- Sé lo qué es, pero me ha gustado -confesó el español. Sabía que las bebidas de proteinas causan una cierta adicción, es más, yo soy adicto a ellas. 

Cuando terminamos nos fuimos al salón de belleza y mientras me esperaba a que esa simpática señorita, que también me depilaba a mí, le limpiase toda la cara de granos y le depiláse, leí una revista sobre coches. ¿Sabíais que en Turkmenistán están prohibidos los deportivos de color negro? Me parece un dato importante para daros. 

Después de que Tomás saliera, y me cofesara que se sentía medio desnudo con todo el cuerpo depilado y la cara tan lisa fuimos a comprar ropa. Con sólo entrar a la tienda el hombre, sabiendo las cuantidades de dinero que tenia, se frotó las manos y me preguntó:

-¿Lo mismo de siempre señor? 

Yo le asentí, y se fué a decir a los pocos clientes que acudían a esa tienda que estaban a punto de cerrar. El último en salir fué el dependiente que cerró la persiana dejandónos a Tomás y a mi sólos en el interior. Le ordené al chico que se metiera en el probador y yo le iba pasando conjuntos predeterminados (de esos que llevan algunos maniquies). El chico, rechistando cada vez que salía del probador diciendo cosas cómo "Estos pantalones me van muy estechos" o bien cuando le abotonaba el último botón (valga la rebundáncia) de la camisa; "Me estoy ahogando" decía. Incluso se quejó, cuando yo me arrodillé y le arromangué los pantalones, puso una cara de que le gustaba, se giró, se miró al espejo y dijo: "parezco un imbécil", a lo que yo me negué y le conté que para presumir debes sufrir. En ese momento llevaba unas zaptillas de color amarillo fosforito, unos pantalones color marrón claro, con unos tirantes que colgaban por detrás y arromagados hasta media pierna, y una sudadera (foto). Salimos de la tienda habiendonos gastado unos tres cientos euros en ropa, a pesar de que el chico no quería la ropa que a mí me gustaba. Honestamente, si no fuera porque tenía que convivir un año con él, hubiera sido el Raro prefecto para traer a la cena. 

Estabámos llegando al coche, al menos yo estaba muy cansado, y las piernas me volvían a doler como había hecho hacia una semana. Entonces empecé a verlo todo borroso y caí hacia el suelo. Lo último que recuerdo fué a Tomás gritando... 

La cena de los rarosWhere stories live. Discover now