CUARENTA Y DOS

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:= Amanda =:

Es bonito caminar por este sendero tomada de la mano de alguien amado. Alguien que sabe, un poco más que yo, sobre cada cosa que siento. Y no porque mi padre se haya embarazado —eso es biológicamente imposible— sino porque mi madre lo hizo de mí y en su momento se informó lo suficiente para saber qué la incomodidad que sentía en el bajo vientre eran las contracciones que preparan a una para el parto.

Aunque estoy segura que estas no le llegan ni a una octava del dolor que voy a sentir a la hora del show.

A estas alturas, esconder el embarazo no es nada fácil, ni siquiera los vestidos sueltos lo disimulan, por ende, mientras camino en la zona medio segura de la construcción, varios de los trabajadores se fijan en mí.

Yo sé que no debería estar aquí, pero el resultado de todas las horas que pasé matándome las neuronas están dando frutos. Y es uno muy bonito y dulce. La satisfacción nadie me lo puede quitar. Además, las buenas emociones son las que el bebé debe de sentir y aquí me recargo de muchas.

—Este no es lugar para mujeres embarazadas.

—Creo estar muy grande para saber cuál es lugar para mí, ¿no cree?

El jefe de los constructores arqueó una ceja y no le bajo la mirada. No me voy a dejar intimidar por un tipo que se cree el amo del mundo. Sin mí... De acuerdo, sí tendría trabajo porque la empresa donde trabajo tiene convenio con la suya y si no es mi proyecto, sería el de alguien más.

Levantó sus manos en rendición.

—Lo digo por tu seguridad. Puedes resbalar o algo peor.

—Cuando sea el momento de retirarme, lo haré. Sigo apta para estar aquí.

Él asintió y se retiró al interior del edificio. Falta poco para poder terminar con el proyecto. Quizás para diciembre ya esté todo listo y eso me llena de gozo. Tendré a mis dos primeros bebés frente a mí para ese entonces.

El reloj en mi muñeca sonó unos segundos antes del general, que avisaba la hora y media de comida. Hice una mueca cuando un antojo de champiñones me llegó. Odiaba esto. De verdad. El sabor no me hacia vomitar, pero tampoco era una octava maravilla. Al menos me daré el placer de ir a un lugar donde lo condimenten bien.

Salgo de la construcción y frente hay estacionada una camioneta que reconozco. Observo a ambos lados de la calle antes de cruzar y mi prima me recibe con una sonrisa.

—¿Y los niños? —le pregunté mirando por la ventana de los asientos traseros, notándolos vacíos.

—Con Aarón. ¿Comemos juntas?

—De una vez aviso que mis antojos andan de quisquillosos en comer hongos.

—Oh. Los champiñones. También me gustaron un momento —explicó abriendo la puerta del conductor; hizo una mueca—. Fue horrible. No llegué acostumbrarme al sabor, pero parecían ser la comida preferida de Daniel.

No quería burlarme, porque por lo mismo estaba pasando yo, pero me fue imposible no imaginar a mi prima haciendo muecas, mientras engullía su antojo. Confíe en su elección para comer. Se mantenía en silencio, como si se estuviera preparando para abordar un tema incómodo. Suspiré.

—Así que —murmuré— los niños están con Aarón.

—Claro, es su padre.

Te propongo un deslizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora