Preludio.

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Vivir con Horacio era estresante en un sentido en el que jamás se imaginó. Si le hubieran preguntado hace años cómo sería vivir con él, primero se habría reído por lo ridícula que le hubiera parecido la idea y luego habría contestado que sería molesto porque escupiría en el suelo, pondría la música muy alta y su amigo Gustabo y él estarían liándola a cada rato.

Sin embargo, no había pasado nada de eso. Horacio ya no escupía, ponía vídeos adorables de gatitos en la televisión y no había ni rastro de Gustabo, por lo que la casa solía estar tranquila ya que sin la compañía del rubio el de cresta se había vuelto un poco más calmado... al menos aparentemente.

Aún así, Horacio seguía siendo un tipo excéntrico y abiertamente sexual. La exhibición de dildos en la esquina del sofá hacía que le resultara incómodo tomar asiento en ese mueble aunque lo hiciera a una distancia prudencial.

Lo peor era esa maldita habitación roja. Desde que la vio su cuerpo entero se estremeció y se puso tan nervioso como cuando pensaba en la declaración del de cresta años atrás. Allí parecían estar representados una lista de fetiches que su compañero de piso no tuvo reparo en mostrarle... y lo peor es que algunos los compartía. Por supuesto Horacio no lo sabía, el ruso no era tan abierto como él en casi ningún aspecto, mucho menos en el sexual.

Lo bueno de vivir con Horacio es que poco a poco lo hacía salir del caparazón en el que llevaba oculto desde hacía muchos años. No sólo le presentaba gente nueva, también lo impulsaba a confiar en él y otros compañeros de trabajo, además de asegurarse de que ambos se divirtieran juntos con alguna de sus ocurrencias.

De hecho, desde que habían vuelto a reencontrarse se había reído más que en los últimos años. Y se lo agradecía, muchísimo.

El maldito problema era que las noches eran un puto infierno.

Aunque sus habitaciones estaban separadas por el baño compartido, ponía escuchar con perfecta claridad los gemidos de su compañero de piso todas y cada una de las noches, todas ellas sin compañía.

La primera noche se sonrojó, trató de evitar escuchar poniéndose la almohada sobre la cabeza e intentó dormir, fracasando miserablemente por la considerable erección que lo molestó sin piedad. Estuvo debatiéndose todo el día si decirle que lo había escuchado o no, pero cada vez que lo intentaba tartamudeaba y se ponía rojo, por lo que acabó por desistir.

Las siguientes noches no fueron mejores. Daba vueltas en la cama, destapándose por el calor que le embargaba. No podía dormir, porque cada vez que cerraba los ojos se imaginaba a Horacio penetrándose con alguno de sus dildos, fustigándose los muslos con un látigo o masturbándose frente a la cámara dando un buen show. Eso hizo que sus erecciones fueran cada vez más dolorosas.

Antes de que terminara la primera semana sucumbió a la tentación y acabó masturbándose con los gemidos de Horacio de fondo y su propia imaginación supliendo lo que no podía ver.

Eso pareció satisfacerle físicamente un tiempo, pero a medida que transcurrieron las siguientes semanas se dio cuenta de que volvía a sentirse insatisfecho y miserable. No quería conformarse con fantasías cuando tenía la materialización de todos sus deseos a una habitación de distancia.

Necesitaba que fueran sus manos las que lo tocaran, pellizcaran, acariciaran, azotaran o ahorcaran. Quería que fuera su miembro el que lo penetrara, que fuera su nombre el que gimiese ahogadamente entre sus labios y que llegase al orgasmo por y para él.

The red room. {Volkacio}Where stories live. Discover now