Llueve

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  Llueven lágrimas, llueve sangre, llueven balas.

  Jungwoo era dulce,una criatura con corazón de porcelana. Quizá por eso las personas siempre lo pisaban.

  Llegó dos horas más temprano, insertó la llave sin preocupación, la puerta del departamento soltó un leve rechinido. Entonces el mundo colapsó.

  En la sala había dos cuerpos al calor de la intimidad. Las piernas de Winwin abrazaban la cintura de Lucas, el hombre al que tanto Jungwoo amaba; su garganta formó un nudo imposible de desamarrar, sus venas bombearon gasolina por un instante, y un «No es lo que parece» salió disparado desde el sofá.

  Se desató una lluvia cálida en los ojos de Jungwoo y las palabras se alejaron lo más posible de sus labios. Una masa de recuerdos lo embistió mientras subía las escaleras: El viaje a París , las caricias de media noche, los proyectos que sacrificó por Lucas, las mil tonterías que le perdonó, las promesas que ahora se quemaban a fuego lento.

  Revolvió el closet en una salvaje búsqueda. Las lágrimas habían dejado un rastro húmedo detrás de él, el pasado y el presente chocaban con violencia. Después de despedazar el orden que regía dentro del closed, finalmente halló la pequeña caja que buscaba. Un arma descansaba dentro: ligera, brillante, ansiosa.

  Ellos se vestían apresuradamente cuando Jungwoo regresó. Y en cuanto el arma los miró de frente, sus rostros se decoloraron.

  El gatillo aguardaba ansioso su gran momento de protagonismo, los labios entreabiertos no supieron que palabras dejar escapar. El tiempo tuvo miedo de seguir avanzando, de dar un movimiento en falso y destruir el universo. Ahora solo existían aquéllos cuatro: Jungwoo, Lucas, Winwin y el silencio.

Dos gotas ardientes resbalaron por las mejillas de Jungwoo. Su mandíbula temblaba, sus ojos gritaban ‘Te lo di todo’. El sol se alejó de las ventanas, los edificios gritaron enardecidos. La rabia apretó el hombro de Jungwoo, y su dedo se hundió en el gatillo.

  Llueven lágrimas, llueve sangre, llueven balas...




































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© Santiago Pedraza

 



 

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