Capítulo IV: De cómo una diabla (aparentemente) venció a un ángel

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Galatea abandonó la bicicleta de cualquier manera a la entrada de la casa, despojándose de la bufanda con un suspiro y arrojándola al perchero. Subió los escalones de dos en dos –a toda velocidad–, y solo sonrió cuando estuvo frente al espejo del baño.

–No ha estado mal... –se dijo a sí misma, tratando de animarse–. Un día menos.

Se pasó los dedos por el dorado cabello ondulado con cansancio; llevaba absolutamente todo el día fantaseando con deslizarse en la gran bañera blanca. Una vez dentro de ella, apretó los ojos con fuerza, permitiendo que el agua ascendiese hasta cubrir primero sus rodillas, después su ombligo, y, en último lugar, sus pechos.

Había algo especialmente reconfortante para la joven en el ardiente contacto del líquido contra su piel, era casi como si allí dentro pudiese olvidar cómo estaba en realidad, como si el agua fuese capaz de diluir el extraño vacío que siempre sentía en el interior de su alma. A diario, desde que tenía memoria, se revolvía contra esa sensación, esforzándose por ocupar su tiempo para así ignorarla con mayor facilidad; pero no había nada en el mundo que pudiese frenar sus pesadillas nocturnas, que privaban cada noche a la joven del anhelado y reconfortante descanso del sueño.

Jugueteó con el agua, recogiendo el líquido en la oquedad de su palma y liberándolo allá donde su piel quedaba expuesta al contacto del aire, tratando de olvidar que al día siguiente comenzaba un nuevo curso. Adoraba su carrera, pero la idea de tener que reencontrarse con Jamie y con Tabatha lograba sacar lo peor de ella y sumirla en un profundo e intenso estado de apatía; si tan solo tuviese la opción de hacer que el tiempo avanzase hasta el verano siguiente, lo haría sin dudarlo ni un segundo. Aunque, si pensaba en las optativas que había elegido al comienzo del verano de cara a este nuevo semestre, se tranquilizaba y animaba un poquito, porque llevaba un año aguantando asignaturas realmente aburridísimas solo para poder acceder a ellas.

Se sumergió en el agua tras llenar sus pulmones, e imaginó, con los ojos cerrados, que estaba en otro país, en otra ciudad, rodeada de gente extraña; acarició con la punta de los dedos la idea de ser una perfecta desconocida, sin romper el etéreo silencio que la rodeaba: un lugar en donde nadie supiese su identidad e historia en cuanto entrase en una sala, en donde nadie reconociese el nombre y apellidos de sus padres, ni tampoco las acciones que les habían llevado a ser finalizados por la Bóveda. Fantaseó con conversaciones profundas y diálogos entretenidos, con personas que la quisiesen por su interior y no por su apariencia, personas cuyas miradas no fuesen acusadoras...

De repente, Galatea emergió con fuerza, recorriendo el pequeño cuarto de baño con la vista; no estaba segura de qué esperaba encontrar en la diminuta estancia, pero la respuesta no era nada: estaba sola, y allí no había nadie más que ella. Se abrazó a sí misma, acariciando la piel de sus brazos para tranquilizarse y eliminar la extraña sensación eléctrica que había invadido su cuerpo. Tenía la certeza de que había alguien más allí con ella, pero, en la realidad, no lo había, y guardó silencio durante varios minutos, tratando de comprobar dónde estaba la brecha en la falsa calma que la envolvía; solo fue capaz de salir del trance cuando su tía golpeó la puerta del baño.

–¡Ya salgo! –gritó, de forma automática, tratando de anular el miedo que había invadido su pecho, repitiéndose a sí misma que todo estaba en orden y era solo su imaginación.

Respiró con calma, llevando una mano a su corazón para así calmar su alocado ritmo.

–No estarás dándote un baño, ¿verdad...? Sabes que el último doctor dijo que solo puedes bañarte una vez por semana, porque el contacto prolongado con el agua no es bueno para tu condición y puede incluso empeorarla, Gala.

Cuando la nieve cubra el valleWhere stories live. Discover now