Para Althea Obolensky, el amor estaba en la música, en la arquitectura, en el zigzagueo de su pincel deslizando el óleo sobre un lienzo. Para Tommy Shelby, el amor estaba en Nueva York, tan lejos de la desolación y el humo gris de su reino, como de...
Alabado fuera Dios, Althea estaba a punto de cometer un asesinato.
La pobre Dolly golpeaba el pie contra el suelo de mármol con un movimiento de lo más nervioso, mientras le entregaba su segunda copa de Dubonnet del día, intentando por todos los medios dejar de contemplar la puerta principal.
Oh, Althea iba a asesinar a Iván y lo iba a disfrutar con deleite.
⠀⠀⠀⠀−Señorita, podría decirle a Fred que...
⠀⠀⠀⠀−No, Dolly. Voy a esperar a mi hermano. Si no está aquí en diez minutos, entonces puedes pedirle a Fred que ponga en marcha el coche − espetó ella engullendo toda su bebida, la nariz arrugándose por el sabor azucarado del vino que le acariciaba la garganta.
Más le valía a Iván que estuviese rezando a todos los santos del cielo para que no la obligase a llegar tarde a la boda de su hermana. El Señor sabía que ella y su madre se habían quemado las pestañas para asegurarse de que ese día no fuera nada sino perfecto, y preferiría estar muerta antes que ser ella quien se lo arruinara a Cassandra.
⠀⠀⠀⠀−¿Está segura, señorita? A Fred no le importaría...
⠀⠀⠀⠀−Sí, Dolly. Eso sería todo. Gracias − no quería ser grosera, de verdad, pero la ama de llaves de su familia estaba terminando por sacarla de quicio. Althea ya tenía bastante con su impuntual hermano, como para estar tratando con cualquier otra persona.
No era ninguna chivata y los largos años de silencio respecto a las travesuras infantiles de sus hermanos eran prueba fehaciente, pero, en esta ocasión, se aseguraría de contarle a sus padres sobre su retraso así fuera lo último que hiciera. Si conocía a Iván tan bien como solía hacerlo hace dos años, estaba casi convencida de que el desvergonzado debía estar entretenido bajo las faldas de alguna mujer.
Y si ese era el caso, ella iba a matarlo.
Con sus propias manos, además.
Tardó un segundo en darse cuenta de que se estaba mordiendo de nuevo el interior de la mejilla, cuando probó el sabor cobrizo de la sangre en su lengua. Como por inercia, llevó su mano a su rostro, con el entrecejo frunciéndose en desagrado. Maravilloso, su horrible hábito estaba de vuelta, como cada vez que se encontraba en la más mínima angustia.