25.2 - La punta del iceberg

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... Se esperan lluvias intermitentes para esta noche, con una temperatura de quince grados...

La aguda voz de la meteoróloga del noticiero nocturno dio paso, al apagar el televisor, al silencio más puro. Ni los autos circulaban por la avenida, ni una suave respiración cortaba el aire. El bolso de la cámara dio un golpe seco contra el sofá, atravesando la casa de Alessandro de una punta a la otra. 

Como si respirara muerte, un estremecimiento me nació en el pecho y se extendió como hielo seco por mi piel. La garganta se me secó cuando pensé en llamar y me vi interrumpido por un largo bostezo. Golpes secos de las suelas contra el suelo anunciaron mi presencia, sin delatar alguna otra. Con cierto recelo, atravesé la cocina. La encontré en un perturbador orden, igual que la sala, más aterrador que el caos provocado aquél día en que Alessandro perdió la cabeza.

Por la ventana vi un rastro de luz a mitad del patio trasero, sumido en las tinieblas de la media noche, y tuve un instante de duda antes de aventurarme a averiguar de dónde provenía. El frío se sintió más intenso que en la calle. Detrás de mí, la puerta se cerró con silencio taciturno. La lluvia caía como llovizna y dejó entrar al viento por dentro de mi manga, dibujando mi piel y estremeciéndola al paso. Me froté los brazos con descuido, apresurándome por correr hacia la luz. Un chirrido oxidado se clamó en la silenciosa noche al empujar la puerta de metal. Un haz de luz cálida se extendió como miel por las plantas sin flores y las paredes de cemento sucio.

En una esquina al fondo, entre las numerosas jaulas cubiertas por mantas viejas y roídas, Alessandro descansaba sentado en el piso. Los rulos le caían mojados sobre la frente. Estaba tan pálido como la misma muerte y llevaba una mirada perdida y exhausta. No había rastro de la ira que esperaba, tan solo un desconsuelo que se dejaba ver a través de la sangre en la parte blanca de sus ojos, más intensa que el azul apagado. La mirada que me dio no fue más que de desdén, diferente a las agujas que se clavaban en mi columna por la de Valentino. Éste se hallaba más cerca de la entrada y olvidó toda sutileza al bufar por mi presencia.

—¿Tú cómo entraste aquí? 

Por un espacio pequeño entre las frazadas vi a un pájaro que se sacudía entre las pomposas plumas. Dormía en un palo inflado como una bola, sin que alcanzara a ver sus ojos por ningún lado.

Observé a Alessandro, buscando algún signo de dolor en su debilidad. No era más que un muñeco de trapo desalmado. Cerré detrás de mí la puerta, deteniendo la fría brisa que me rozaba la nuca y me obligaba a encoger los hombros hasta que el abrigo las cubriera. Evité ver a Valentino mientras guardaba las manos en los bolsillos, esperando que este saltara como un lobo feroz sobre mí en cualquier segundo.

—Todavía tengo las llaves de Matteo —le hablé a Ale, bajando la voz hasta susurrarle como a una frágil bomba—. Quería devolvértelas.

—Quédatelas —dijo con voz ronca, como si tuviera la garganta llena de arena y la fuera perdiendo con cada sonido que emitía.

Licor de cerezaWhere stories live. Discover now