9. Informes y cafés

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—¡Shelley, por Dios!

Eso fue lo primero que gritó la señora Taylor en cuanto entró a la habitación de Shelley y la pilló con las tijeras en la mano delante del espejo. Había dejado caer los mechones rubios al suelo, y el pelo apenas le llegaba a los hombros, cortado de forma irregular.

—¿Pero qué has hecho? —exclamó Margareth caminando a ella de forma apresurada.

Shelley se dio la vuelta para mirarla, con los ojos rojos, las mejillas empapadas de lágrimas, los labios apretados y la nariz arrugada. En cuanto lo hizo, dejó caer las tijeras al suelo. La expresión de sorpresa de la señora Taylor se ablandó de inmediato.

—¿Qué es lo que pasa, cariño?

—Me parezco a él —dijo Shelley con voz llorosa—. Me parezco demasiado.

Margareth la abrazó con fuerza sin decir nada más, y Shelley sabía que callaba porque no podía negarlo. Acabó por romper a llorar definitivamente.

Shelley se negó a que nadie le retocara el pelo, a pesar de que la señorita Donovan se había ofrecido. Había decidirlo dejarlo así; ni muy corto, ni muy largo, y evitaba mirarse al espejo. Era muy tonta; tendría que haber pensado dos veces antes de cortar.

A mamá le gustaba el pelo largo, idiota, ¿es que no te acuerdas?

No.

Shelley se asustó mucho esa noche al pensar eso. A su madre le gustaba dejarse el pelo largo, y siempre lo había sabido, pero hacía tiempo que no se acordaba, hasta ese momento.

Se incorporó y alcanzó uno de los cuadernos que guardaba en el cajón de la mesilla. Dio la luz de la lamparita y respiró hondo antes de abrir el cuaderno con la lista. Había gastado más de uno, y aquel era el primero, de modo que, cuando lo abrió, la letra era la de una niña de seis años. A medida que repetía la lista, mejoraba y añadía cosas con mejor letra.

Mamá tenía ojos marrones y un lunar en la mano izquierda.

Mamá me peinaba con dos coletas. Ella se peinaba con dos trencitas y las juntaba por detrás. Me dejaba el pelo largo porque decía que era brillante y precioso.

A mamá le gustaba maquillarse. Ella se ponía colorete en las mejillas y la nariz y me dejaba usar su vaselina de manzana.

Mamá estornudaba cuando estaba con gatos y perros. Tenía alergia al pelo de animal.

Mamá me acariciaba el pelo cuando me contaba cuentos para dormir y cantaba nanas.

A mamá le gustaban las canciones viejas. Siempre cantaba ABBA cuando sonaba por la radio. Tenía voz aguda y clara.

Shelley suspiró, sintiéndose un poco más tranquila al volver a leer esas y muchas más cosas apuntadas en el cuaderno. Estaba muy aliviada, sobre todo, porque se acordaba de su voz; de cómo le cantaba antes de dormir y después de las comidas, cuando estaban solas en casa. Volvió a mirar la pequeña foto de Louise en la mesilla, sonriendo un poco, antes de guardar el cuaderno en el cajón otra vez. Se metió en la cama, recordando la voz de su madre cantando una canción de ABBA, y acabó por dormirse tras un rato.

El que no podía dormir era Sherlock Holmes.

Tumbado en su cama, miraba al techo con expresión seria.

Shelley.

Shelley Louise Adams.

Shelley Adams.

Había visto su cara y había oído su nombre, pero, ¿dónde? ¿Dónde demonios tenía esa información dentro de su palacio mental? ¿Por qué a Mycroft le había llamado la atención?

Shelley de Baker StreetWhere stories live. Discover now