VII

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Con cierto esfuerzo, Alberto consiguió introducir a bordo del Cessna una pequeña nevera sin que sus padres lo notaran. Dentro, estaban las margaritas que había comprado en Palermo y hielo del hotel para mantenerlas frescas. El hielo nunca había sido para él una sustancia erótica, pero desde que Luca había mencionado frotarlo contra ciertas partes de su anatomía, ahora no podía mirar una cubitera sin excitarse.

Y ahora, por fin, estaba pilotando la avioneta de vuelta a Portorosso con sus padres. Su cita con Luca sería dentro de pocas horas y, aun así, demasiadas para sus nervios. No se había atrevido a llamarlo de nuevo considerando el estado en que lo había dejado la otra vez, pero no se lo había quitado de la cabeza ni un instante.

Cuando llegaron a casa, Alberto y su padre descargaron las maletas mientras su madre entraba para escuchar los mensajes. Cuando Alberto entró en la cocina escuchó la voz de Luca.

—Este mensaje es para Alberto —dijo con la voz del Luca de siempre—. Alberto, no te molestes en cenar antes de venir a verme. Yo haré la cena. Algo simple, de picar probablemente. Ah, no te molestes por el hielo. Tengo un montón. Puede que esté en el jardín trasero o algo así cuando llegues, así que pasa directamente.

A Alberto casi se le cayeron las maletas que llevaba en la mano.

Su madre se dio la vuelta para mirarlo con una sonrisa.

—¿Has quedado con Luca esta noche?

—Sí —intentó sonar normal, pero era difícil mientras pensaba en Luca dándole de comer algún manjar exótico con los dedos vestido con una sensual lencería. Y aquella sutil referencia al hielo y el hecho de que quisiera que entrara directamente. Apostaría un millón de dólares a que sabía dónde lo encontraría y no era precisamente en el jardín trasero—. Prometí pasarme a contarle cómo había ido el viaje.

Angela lo miró con gesto especulativo.

—Te da pena que se vaya del pueblo, ¿verdad?

—La verdad es que no. Estoy contento por él. Es lo que siempre ha querido.

—Ya lo sé y todos estamos contentos por Luca, pero tú estás nervioso. Te lo noto en la cara. Tienes el color subido. Creo que estás disgustado por que se vaya y te deje aquí.

—Desde luego que no —Alberto posó las maletas y agarró a su madre por los hombros—. Tienes una imaginación calenturienta, mamá —entonces, le dio un beso en la mejilla y notó el cansancio alrededor de sus ojos. Tres días sin parar eran mucho para sus padres, que tenían ya casi sesenta años—. Creo que iré a revisar el motor del bote por el que estaba preocupado papá.

—¿No iba a hacerlo él?

—Sí, pero, ¿por qué no se toman los dos la tarde libre? Ya han trabajado mucho en este viaje. Relájense el resto del día.

Su madre asintió.

—Veré si consigo convencerlo. Creo que está más agotado de lo que quiere admitir —miró a Alberto con gratitud—. Gracias, mi niño. No sé lo que hubiéramos hecho sin ti.

—No te preocupes —Alberto sonrió y se dirigió a la puerta. Al salir se cruzó con su padre—. Intenta convencer a mamá de que descanse el resto de la tarde, ¿de acuerdo? Está agotada.

—Tengo que examinar el motor, y...

—Lo haré yo. No tiene sentido que vayamos los dos con este calor.

Su padre le pasó la mano por el hombro.

—Gracias, hijo. Si no vigilo a tu madre, no parará hasta que caiga rendida.

Proyecto de Verano - Luca & Alberto Where stories live. Discover now