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Esa misma noche, cuando ya todos estaban profundamente dormidos y el pueblo se encontraba sumido en un silencio absoluto, salí de casa sin hacer el menor ruido. No quería que nadie se enterase de a dónde iba, y mucho menos preocupar a mi familia sin necesidad.

Al fin y al cabo, no pensaba llegar a acercarme a aquellos acantilados malditos. No, mi intención era dirigirme al bosque, a esa curva en el sendero en la que había visto a la Reina Naya, hacía ya tantos días.

Caminé con pasos apresurados, dejando atrás las casas donde los vecinos descansaban, ajenos a la locura que estaba a punto de cometer. En cuanto me adentré en la espesura, la oscuridad se volvió más profunda, más insondable, pues las frondosas copas de los árboles apenas dejaban que la luz de la luna y las estrellas llegase hasta el suelo.

Cuando llegué a la zona donde Ana había mirado a la muerte a los ojos para sucumbir a su mordedura envenenada, la reina de las serpientes ya me estaba esperando, enroscada sobre sí misma en medio del camino de tierra. Tal y como la primera vez que la había visto.

Me quedé a unos metros de ella, observando cada uno de sus leves movimientos con cautela, lista para echar a correr al menor signo de amenaza. Pensaba ingenuamente que podría escapar si aquella serpiente decidía que mi destino sería otro.

La tenue luz de la luna que atravesaba los resquicios entre las hojas de los árboles iluminaba sus escamas perlinas, y ella abrió los párpados para mostrarme sus ojos amarillos de pupilas ovaladas. Ahora, con el terror que me había paralizado en la ocasión anterior atenuado por saber a qué me enfrentaba, me daba cuenta de que su mirada estaba cargada de sabiduría e inteligencia.

Esperé unos instantes, pero ella no me mostró los colmillos. Simplemente, esperaba mi pregunta.

—Eres la Reina Naya, ¿no es cierto? —Por suerte, pero sin saber cómo, había conseguido que mi voz no temblara al hablar, a pesar del miedo que me invadía. La serpiente levantó levemente la cabeza para sostenerme la mirada, que esperaba que se mostrase tan decidida como pretendía. Un único parpadeo fue toda la respuesta que obtuve por su parte—. ¿Por qué mataste a Ana?

La Reina Naya emitió una pequeña risa que, lugar de retumbar en mis oídos, resonó en mi cabeza. Unos instantes después, cuando las carcajadas impasibles cesaron, la serpiente respondió a mi pregunta. Me sorprendió que su voz fuese suave, arrulladora, como una nana cantada antes de dormir en un día de tormenta. De alguna forma, me generó una tranquilidad misteriosa que nunca antes había experimentado y que, al mismo tiempo, me intimidó.

Era la calma de un depredador, la serenidad de quien sabe que tiene la ventaja y que no puede perder.

—Tu amiga se acercó a mi madriguera más de lo conveniente dos días antes de que tú llegases. Imagino que no te lo contó. —Esa confesión cayó sobre mí como un jarro de agua fría. No podía entender por qué Ana no me había dicho nada, aunque ahora ya era tarde para preguntárselo—. No obstante, si tú has venido hasta aquí, a buscarme, es porque conoces la leyenda. Sabes lo que soy, y, por lo tanto, también conoces el castigo que conlleva acercarse a mi hogar.

—¿Sabía Ana que iba a...? —La palabra se atascó en el nudo que se había formado en mi garganta—. ¿Sabía que iba a morir?

—Así es. Yo misma se lo advertí. —Noté cómo una lágrima resbalaba por mi mejilla al escuchar aquella confesión. No de tristeza, sino de rabia e impotencia.

Ana había sabido cuál sería su destino durante todos aquellos días que habíamos pasado juntas, y no me había dicho nada. Aunque, ahora que lo pensaba con detenimiento, siempre que le había preguntado qué había estado haciendo aquella semana antes de que yo llegase al pueblo, sus respuestas habían sido esquivas y vagas, y yo había pasado por alto ese detalle. Tal vez si hubiese estado más atenta...

—No es culpa tuya. —La voz de Naya cortó mis pensamientos de golpe—. Ana pensó que, si no se alejaba del pueblo, no le ocurriría nada. Tuve que esperar bastante para tener una oportunidad de ejercer la pena de la que advierte la leyenda y, aun así, tuvo que ser contigo presente. Te pido disculpas. —Levanté la vista, que había mantenido fija en el camino de tierra, para mirar a la reina de las serpientes a los ojos. Su mirada era sincera; no había intenciones ocultas en sus palabras, y era precisamente por ese motivo por el que yo no llegaba a comprenderlas—. No me gusta cazar cuando hay más gente mirando. Al fin y al cabo, yo solo quiero seguir siendo un mito. Una historia alejada de la realidad. Y, además, que una niña inocente como tú haya tenido que presenciar el ataque... Si Ana hubiese estado sola, simplemente la habría tirado al mar y su cuerpo habría aparecido unos días después en la playa, como les ocurrió a todos los anteriores a ella.

La Reina Naya exponía los hechos de una manera cruda y directa, sin esconder sus intenciones ni sus métodos. Reconociendo, incluso, la crueldad que había en ellos. Tal vez fue por eso por lo que no pude odiarla. Al fin y al cabo, la Reina legendaria imponía sus reglas, y Ana las había incumplido.

Simplemente había pagado las consecuencias.

—Y Ana... —Carraspeé para aclararme la garganta. Luego, inspiré profundamente antes de formular la siguiente pregunta—: ¿Conocía la leyenda?

La voz de la serpiente sonó dudosa en mi mente. Como si fuera la primera vez que no estaba segura de algo.

—Creo que no. Mi conversación con ella fue breve, y solo dijo que quería averiguar qué misterio se escondía en mis acantilados.

—Supongo que quería saber por qué todo el que se acercaba aparecía muerto a los pocos días —comprendí con resignación. Al menos, estuviese donde estuviese ahora, Ana tenía su respuesta.

Naya me miró con la comprensión brillando en su mirada, mezclada con... pena. Aquel ser legendario sentía pena por mí. Era extraño y, a la vez, reconfortante saber que aquella criatura tan imponente y letal era capaz de sentir empatía. Que, a pesar de la crueldad de sus castigos impasibles, tenía sentimientos.

El Territorio de las Almas PerdidasWhere stories live. Discover now