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Después de darle su dirección Dulce se pegó a la puerta del pasajero, agarrándose a las solapas de su impermeable como si fuera una manta de seguridad.

Y Christopher se dio cuenta de que estaba muy pálida.

El enfado por su obstinación había sido rápidamente reemplazado por cierta inquietud. La mujer a la que había conocido en Aspen era vibrante, extrovertida y exudaba buena salud. Pero el comportamiento de Dulce, y su palidez, le daban razones para creer que estaba enferma.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó.

–Sí, estoy bien.

–¿En serio? Pues yo te veo muy pálida.

Ella negó con la cabeza.

–Estaré mejor cuando haya comido algo.

Christopher pensó en llevarla a su apartamento, despedirse y después marcharse de la ciudad como había pensado. Pero su conciencia le decía que no era lo correcto.

Dulce era nueva en la ciudad, no tenía familia allí y estaba seguro de que en el colegio sólo tenía conocidos. ¿Cómo podía decirle adiós si era evidente que estaba enferma?

De modo que, sin pensarlo dos veces, tomó la autopista. Podría no gustarle, pero necesitaba que alguien cuidase de ella hasta que se encontrase un poco mejor.

–¿Qué estás haciendo? Hemos pasado por delante de mi calle…

–Estás enferma y no creo que deba dejarte sola.

–Te he dicho que estoy bien. Da la vuelta ahora mismo…

–No –la interrumpió Christopher, cambiando de carril–. Voy a llevarte a mi rancho a pasar el fin de semana.

–¿Qué? No pienso ir a ningún sitio contigo… –su voz sonaba un poco trémula y su pálido rostro empezaba a volverse de una tonalidad verde–. Lo único que necesito es comer algo… y estaré como nueva enseguida.

–Estupendo, mi ama de llaves, Mattie, te hará algo de comer –dijo él. Mattie, que los había cuidado desde que eran pequeños, había sido como una abuela para Maite y para él–. Sus remedios caseros son tan efectivos como cualquier medicina.

–Pero mi apartamento está más cerca. Ya te he dicho que estoy bien y en cuanto… –Dulce se detuvo abruptamente–. Para el coche, Christopher. ¡Para ahora mismo!

–¿Qué?

–Creo que… creo que voy a vomitar.

Christopher giró el volante para detenerse en el arcén y corrió para abrirle la puerta. Una vez fuera, la sujetó por los hombros mientras vomitaba. Si antes no estaba seguro de su decisión, ahora sí lo estaba. Lo último que Dulce necesitaba era estar sola teniendo la gripe.

–Creo que… ya se me ha pasado –suspiró ella unos minutos después.

Después de ayudarla a subir al coche, Christopher se colocó tras el volante y encendió la calefacción.

–Quítate el impermeable, está empapado. Seguro que te estás enfriando...

–Prefiero dejármelo puesto –lo interrumpió ella–. Por dentro está caliente.

¿Había visto un brillo de pánico en sus ojos? ¿Por qué demonios iba a tener miedo de quitarse el impermeable?

–No sé si es buena idea, cariño –murmuró Christopher.

–Pero yo sí –insistió Dulce, cerrando los ojos y apoyando la cabeza en el respaldo del asiento–. ¿Te importa dejar de decirme lo que tengo que hacer y llevarme a mi apartamento?

Una noche dos hijosOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz