Capítulo 2

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Fluke volvió a escuchar por un instante las primeras palabras que Ohm Thitiwat le había dirigido, «¡Sal de aquí, rápido!», después de haber entrado por equivocación en la cocina del hotel Ritz de Londres, donde Ohm estaba trabajando por aquel entonces.
Lo había sacado de la cocina agarrándolo de un codo, con más bien escasa cortesía.
—¡Eh! —había protestado Fluke.
—No quiero que te metas en líos, y has estado a punto. No tenías ningún derecho a estar allí.
—¿Cómo sabes que no?
—Porque trabajas en el servicio: es evidente por el uniforme. Además, te he visto entrar en el hotel algunas veces y he preguntado por ti. ¿Cuándo terminas el turno?
—Dentro de una hora.
—Yo también. Nos veremos en el parque, en el banco contiguo a la entrada. No te retrases —y, dicho aquello, desapareció.
Fluke había seguido trabajando indignado o, al menos, fingiendo estarlo. ¿Y si no quería encontrarse con él en el parque? Aquel chico tenía un descaro inmenso. Pero también unos ojos preciosos y una presencia impresionante. De hecho, no le
importaba nada que hubiera preguntado por él. Después del trabajo se cambió rápidamente el uniforme por la ropa normal de calle que, en su caso, eran unos ajustados vaqueros color naranja, botas rojas de cowboy, un suéter multicolor y un
sombrero de ala ancha azul. Se miró en el espejo, atusándose el pelo por última vez, y salió apresuradamente hacia el parque.
Una vez allí se sentó en el banco acordado y esperó. Y esperó. Y esperó.
Una hora después estaba furioso, enfadado no tanto con él, sino consigo mismo por seguir allí. Resoplando de furia, se levantó y echó a andar hacia la salida del parque, sin poder evitar lanzar una última mirada atrás... justo a tiempo de ver a Ohm corriendo
hacia el banco por el sendero, con expresión desesperada. Fluke no había disfrutado de un espectáculo semejante en años.
—¡Oh, no! —gritó al ver el banco vacío, y alzó los brazos al cielo—. ¡Por favor, por favor, no!
—¡Eh! —lo llamó Fluke, apareciendo detrás de un árbol para plantarse delante de él.
—¡Me has esperado! ¡Bendita seas!
—Claro que no te he esperado. Me marché después de esperarte solo cinco minutos.
Lo que pasa es que, al volver, he pasado por aquí y te he visto.
—¿Seguro?
—Seguro. Espero que tengas una buena excusa.
—Bueno, lo cierto es que... me olvidé de nuestra cita.
—Ya me parecía a mí.
—Y, bueno, me dejé caer por aquí por si acaso de que todavía conservabas alguna esperanza.
Con las manos en las caderas, Fluke no dejaba de mirarlo fijamente, como si quisiera intimidarlo. Lo cual le estaba costando algún esfuerzo, dado que Ohm le sacaba al menos quince centímetros de estatura.
—¿Seguro? —le preguntó Fluke.
—Seguro.
—¿Seguro?
— ¡Seguro!
Ambos se echaron a reír a la vez. Ohm  lo tomó firmemente de la mano, diciéndole:
—Tuvimos una emergencia de última hora en la cocina y me resultó imposible marcharme. No hacía más que pensar en nuestra cita... Aun así, sabía que me esperarías, por mucho tiempo que tardara.
—Suéltame la mano si no quieres que te dé una patada.
—Estupendo. Hazlo cuando quieras. Y ahora vamos a comer algo.
Fluke pensó que se refería a alguna hamburguesería, pero cuando mencionó la palabra, Ohm lo miró como si se hubiera vuelto loco. Lo llevó a la pensión donde se alojaba, cuya renta contribuía a pagar preparando las comidas un par de veces por semana. Durante el resto del tiempo disponía de la cocina para hacer sus prácticas.
Fluke lo observó admirado mientras preparaba una deliciosa ensalada, la más rica que había probado en toda su vida.
—Yo te enseñaré lo que es comida de verdad — afirmó con descarada arrogancia—.
¡Hamburguesas!
—Eh, que yo también cocino. A mí tampoco me gustan las hamburguesas.
—¿Entonces qué te hizo pensar que a mí sí?
—Bueno... tienes acento estadounidense — al ver la mirada que le lanzó, se apresuró a disculparse—. ¡Lo siento, lo siento!
—Soy estadounidense, claro, y por eso se supone que debo tener el sentido del gusto atrofiado, ¿no?
—Perdona, no quería decir eso.
—¡Claro que sí! —exclamó enfadado, aunque en realidad estaba sonriendo para sus adentros—. Yo creía que este país había desterrado ya los prejuicios contra los extranjeros.
—Así es, pero los estadounidenses no cuentan como extranjeros, a pesar de las cosas horribles que le hacen a nuestro idioma... —repuso Fluke, y añadió provocativamente— Después de todo, la mayor parte de ustedes descienden de nosotros.
—No te creas. Mis antepasados son franceses, españoles e irlandeses. Si hubiera algún inglés en mi árbol genealógico, estaría escondido en el armario con los demás esqueletos. Venga, subamos a comer.
Su habitación consistía en una cama, una mesa, dos sillas y unos estantes llenos de libros de cocina. Galantemente le sacó una silla y le sirvió la comida con tanta elegancia como si se encontraran en el comedor del Ritz.
—Por cierto, ¿qué estabas haciendo cuando te colaste en las cocinas? —quizo saber.
—Solo quería verlas, para saber a lo que iba a aspirar. Verás, en realidad yo soy el mejor cocinero del mundo, pero todavía nadie lo sabe. O al menos lo seré cuando haya terminado de aprender. Voy a triunfar tanto que un día el Ritz me suplicará que vuelva para reinar en su cocina. Y la gente vendrá de todo el mundo para degustar mis creaciones.
A Ohm le encantaba escuchar a la gente y, al cabo de un rato, Fluke ya se lo había contado todo. Incluso le había hablado de su madre, el recuerdo más preciado que conservaba. Cocinaba maravillosamente bien. Le habría encantado trabajar de cocinera, pero en vez de eso se casó. Algo muy común en las mujeres de aquellos
tiempos —le explicó, como si estuviera hablando de siglos atrás—. Y lo único que le apetecía a mi padre eran patatas fritas. Siempre patatas fritas.
—Entiendo —afirmó él, sonriendo.
—Si ella le presentaba un plato más imaginativo, él lo despreciaba. Así que empezó a enseñarme a cocinar bien. Creo que ese era el único placer que tenía en la vida.
Solíamos hacer planes para que yo ingresara en la escuela de cocina. Consiguió un empleo con el fin de intentar reunir dinero para pagar mi matrícula. Pero fue demasiado para ella. No supimos hasta el último momento que tenía un problema de
corazón —por un momento una inmensa tristeza se dibujó en su expresión, pero enseguida se recuperó.
—Lo siento —dijo Ohm, compadeciendolo.
—Después mi padre se casó de nuevo y, de repente, me encontré viviendo con una madrastra llamada Clarice, que me odiaba.
—Convertido en un ceniciento,vamos.
—Bueno, para ser justos, el sentimiento era recíproco. Ella solía llamarme Pongsatorn  — explicó, disgustado —. Me obligaba a pasarme todo el día en casa haciendo las tareas
domésticas. Siempre que había que limpiar algo, decía que le dolía la cabeza y que tenía que hacerlo yo.
—¿Eran igual de malvadas tus hermanastras?
—Solo tenía un hermanastro, Harry. Esperaba que fuera su esclavo. Cuando le comenté que quería estudiar en la universidad, Clarice me miró y me dijo: «¿De dónde piensas que vamos a sacar el dinero para eso?». Se negó a pagarme los
estudios.
—¿Qué pasó con los ahorros de tu madre?
—Papá se los quedó. Lo recuerdo mirando la cuenta de ahorros y exclamando:
«¡Sabía que ese bicho me estaba escondiendo dinero!». Creo que se gastó la mayor parte en la luna de miel con Clarice.
—¿No tenías a nadie que se pusiera de tu parte?
—Frank, el hermano menor de mi madre, se lo echó en cara a papá, pero él le dijo que se ocupara de sus propios asuntos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cuando terminé el instituto, me marché de casa.
—¿Se alegró de ello la taimada Clarice?
—No, se puso furiosa. Lo tenía todo planeado para ponerme a trabajar en la tienda de su hermano en régimen de esclavitud, aparte de que contaba con que siguiera haciendo las tareas de la casa —un brillo malicioso apareció en los ojos de Fluke —. Y
yo le dije dónde podía meterse todo eso...
—¡No me digas! —rió Ohm, admirado.
—Ella me contestó que nunca había oído un lenguaje semejante, y yo le repliqué que lo volvería a oír si no se apartaba de mi camino.
No dejó de gritarme mientras hacía las maletas e incluso después, durante todo el camino hasta la estación de autobuses. Me dijo que terminaría mal en Londres y que, al cabo de una semana, volvería de rodillas a su casa. Y al fin abandoné Encaster.
—¿Encaster? Creo que nunca he oído hablar de ese sitio.
—Nadie ha oído hablar de él, excepto la gente que vive allí, y la mayor parte desearía no hacerlo. Esta a unos cuarenta kilómetros al norte de Londres.
—¿No quería tu padre que te quedaras en casa?
—Lo llamé al trabajo para decirle que me encontraba bien. Él me dijo que «dejara de comportarme como un idiota» y que volviera, porque Clarice se lo estaba haciendo pasar muy mal. Eso era lo único que le importaba. Si hubiera estado minimamente
preocupado por mí, yo le habría dicho dónde me encontraba. Pero no fue ese el caso, así que no le conté dónde estaba. Esa fue la última vez que hablé con él. Todavía sigo en contacto con Frank, pero papá y él no se hablan.
—¿Así que te viniste a Londres a buscar fortuna? ¿Con diecisiete años? ¡Qué valor, chico! ¿Encontraste las calles pavimentadas de oro?
—Algún día lo haré. Por el momento estudio cocina por las tardes y, cuando consiga algún título, me buscaré un empleo de cocinero. Luego haré más cursos, conseguiré un trabajo y, con el tiempo, todos los gourmets del mundo se pelearán por llamar a mi puerta.
—Perdóneme usted, caballero, pero es a mi puerta a la que van a llamar.
—Bueno, espero que haya suficientes para los dos —concedió, generoso.
—Querrás decir para los tres, ¿no? —inquirió Ohm con una sonrisa—. Tú, yo y ese colosal ego que tienes.
—¡Podemos prescindir de ti! Todo el mundo sabe que en Estados Unidos no sabes cocinar.
—¿Que no...? ¡Que Dios te perdone! Tú sí sabes cocinar, claro. Procediendo de la nación de las patatas fritas... Pero si ni siquiera sabes preparar un café decente...
—De acuerdo, de acuerdo, cedo — Fluke alzó las manos con un gesto de rendición, y luego señaló su plato—. Esto está realmente delicioso, lo admito.
—Es una creación mía. Cuando lo haya perfeccionado, se lo presentaré al cocinero mayor del hotel.
—¡Oh, estupendo! Así que estoy haciendo de conejillo de Indias. Si no caigo muertodespués de esto, podrás servírselo con toda tranquilidad al príncipe de Gales, ¿no?
—Algo así —reconoció Ohm con una sonrisa.
En cierto momento, al advertir que estaba mirando con interés la ropa que llevaba, Fluke comentó:
—Bonita, ¿eh?
—Me encanta. ¿Cómo puedes permitirte vestir a la última moda y además pagarte las clases, si no es indiscreción?
—Me visto con lo que a la gente no le vale. Los vaqueros son de una tienda de artículos de segunda mano, el sombrero es de una organización de beneficencia y el suéter me lo he tejido yo mismo a base de retales.
Ohm sonrió, encantado. Y la historia que le contó dejó fascinadoaFluke. Era, como el había adivinado, estadounidense, de Los Ángeles. Su pasión era la cocina y los únicos libros que abría eran de recetas. Más allá de eso, no tenía un solo pensamiento en la cabeza que no tuviera que ver con nadar, surfear, comer, beber y, en general, pasárselo bien. Tan poca diversión había habido en la vida de Fluke que aquel joven le pareció como venido de un mundo mágico, en el que la luz era siempre dorada, las
sensaciones exquisitas y la juventud eterna. Y tenía una gran ambición.
—Yo no solo quiero ser cocinero: de esos hay ya muchos —le explicaba—. Quiero ser el mejor cocinero, así que tengo que encontrar algo que me haga destacar sobre los demás. Ahorré todo el dinero que pude y me vine a Europa, a trabajar en los grandes
hoteles. Estuve seis meses en el Danieli de Venecia, otros seis en el George V de París y ahora estoy en el Ritz de Londres. Cuando se me acabe el permiso de trabajo, volveré a Los Ángeles y me haré llamar « Ohm del Ritz». Eh, ¿es que te has atragantado con algo? — vio que Fluke se había doblado sobre sí mismo, como si se
estuviera ahogando.
—No puedes hacer eso —en realidad, estaba riendo a carcajadas—. ¿Ohm del Ritz?
¡Se reirán tanto que ni siquiera serán capaces de comer!
— ¡Oh! —exclamó, decepcionado—. ¿No crees que se sentirán impresionados?
—Creo que te lanzarán tomates.
De repente Ohm tomó conciencia de lo acertado de aquella aseveración y también se echó a reír. Y cuanto más reía él, más reía Fluke. Si aquello hubiera sido una comedia romántica, pensó Fluke, habrían caído uno en los brazos del otro entre carcajadas. Y
se descubrió a sí mismo esperando ansioso aquel momento. Pero Ohm parecía contenerse, porque le dijo:
—Es tarde. Ya tendría que llevarte a casa.
—No es tan tarde —protestó.
— Sí es tarde: mañana empiezo a trabajar a las seis. Vamos.
En un viejo coche que le había prestado uno de los residentes de la pensión, lo llevó al albergue donde vivía. Cuando se detuvieron en la puerta, Fluke esperó que le pasara un brazo por los hombros, que lo abrazara por la cintura, que lo besara en los labios...
—Ya hemos llegado —dijo sencillamente Ohm, abriendo la puerta.
Reacio, Fluke salió del coche.
—Te veré mañana —se despidió Ohm, dándole un pequeño beso de despedida en una mejilla.
Y segundos después se quedó solo en la puerta de entrada, maldiciendo entre dientes...
Fluke estaba orgulloso de ser un joven moderno, a salvo de prejuicios y
restricciones, libre para disfrutar de las maravillas del mundo en iguales condiciones que los demás. Si quería fumar, beber y saborear los placeres de la carne, tenía todo el derecho a nacerlo. Pero esa era la teoría, porque la práctica era más difícil. El único
cigarrillo que había intentado fumar, en un pub y rodeada de amigos, le provocó un acceso de tos tan violento que a partir de entonces renunció a ello. El alcohol también resultó un problema: no soportaba tomar más de una copa. Y en cuanto a lo del sexo... eso tampoco parecía ir por buen camino.
Ingenuamente había imaginado que Londres estaría lleno de hombres atractivos y sensuales, dispuestos a satisfacer a un chico liberado como el. Pero no había sido así. Muchos eran jóvenes estudiantes, o estaban casados. Otros hablaban demasiado. O demasiado poco. O decían lo que no tenían que decir. Aquello era como volver a Encaster. No andaba corto de ofertas, pero el caso era que llevaba dos años en Londres y aún no se había relacionado con nadie. A ese paso muy bien podría convertirse en un chico victoriano. Era muy descorazonador.
Pero todo cambió desde el instante en que conoció a Ohm, tan diferente a todos los hombres que había conocido hasta entonces. Su voz tenía un matiz profundo y vibrante, sensual. El brillo de su mirada la tentaba y provocaba. Su boca de labios llenos podía mostrarse tierna y divertida, o firme y tenaz cuando afloraba su carácter
obstinado. Y, como consecuencia de todo ello, el simple hecho de estar en una misma habitación con él podía excitarlo al máximo. Pero lamentablemente todavía no había
demostrado el menor deseo de acostarse con el.  Y aquello era un insulto que no podía dejar pasar. Especialmente cuando todo el mundo suponía que dormían juntos, debido a la reputación de rompecorazones que él tenía.
Nunca lo invitaba explícitamente a salir, pero como sus turnos coincidían siempre, quien salía primero esperaba al otro. Luego se marchaban juntos a casa, con Ohm hablando sin parar como un poseso mientras Fluke intentaba no ser demasiado consciente de lo mucho que ansiaba acallarlo y empezar a besarlo de una vez...
Decidió mostrarse sutil al respecto. En lugar de que Ohm siempre hiciera la comida, Fluke le prepararía la cena en su habitación, con velas y música romántica, y una cosa llevaría a la otra. Fue un desastre.
Podría haber funcionado con cualquier otro hombre, pero Ohm era físicamente incapaz de quedarse quieto mientras alguien cocinaba para él. Ni haciendo un supremo esfuerzo de voluntad podía contenerse de sugerirle que pusiera el fuego del horno más bajo, o que dejara hacerse la comida un poquitín más... Finalmente Fluke estalló y se fue. O eso o le tiraba el plato a la cabeza.
Al día siguiente, Ohm lo estaba esperando a la puerta del hotel con un ramillete de flores y una expresión de sentida disculpa.
—Me porté fatal —le dijo humildemente—. Realmente no tenías intención de que te saliera tan mal el flan, ¿verdad?
La discusión que resultó de aquello tardó tres días en ser olvidada. Pero nadie podía enfadarse mucho tiempo con un hombre tan tierno como Ohm. Cuando se dio cuenta de que Fluke no iba hacer ningún movimiento de acercamiento, volvió a esperarlo a la
salida del hotel.
—Buenas tardes —lo saludó Fluke con tono helado—. Me voy directamente a mi casa.
Pero fue imposible. Fuera cual fuera la dirección que el tomara, Ohm le bloqueaba el paso dirigiéndolo hacia su pensión, como habría hecho un perro pastor con un cordero descarriado. Y sin abrir la boca.
—No sé a qué diablos estás jugando — protestó, exasperado.
De un bolsillo sacó Ohm un pequeño bloc de notas en el que aparecía escrito: Cada vez que abro la boca, te enfadas conmigo.
—¡Oh, déjalo ya! —exclamó, intentando no reírse y fracasando por completo.
—Lo siento, Fluke. Es que no puedo evitarlo. Algunas personas son incapaces de viajar en coche sin conducir. A mí me pasa lo mismo con la cocina. En seguida pienso en cómo lo habría hecho yo y... —al ver su expresión de advertencia, se apresuró a añadir—: Dejemos el tema. Ven a casa conmigo y prepararé la cena.
Fluke le echó los brazos al cuello, mirándolos los ojos:
—Ojalá se te atragante.
Se echaron a reír. Ohm lo besó en la punta de la nariz y, para cuando llegaron a su casa, Fluke se había olvidado ya del motivo de su discusión. El sentimiento que reinaba sobre todos los demás era la alegría de la reconciliación. El mundo volvía a
ser perfecto.
La cena se desarrolló tal y como Fluke había esperado: a la luz de las velas y con una rosa al lado de su plato, pero, en esa ocasión, era iniciativa de Ohm. Después se sentaron en el sofá y él le sirvió un vino comprado especialmente para la ocasión.
—¿Me perdonas? —le preguntó, alzando su copa hacia Fluke.
—¿Porqué?
— Por haberme puesto tan insoportable cuando me invitaste a cenar.
—Ah, eso. Ya estoy acostumbrado. De hecho, en este mismo momento te perdono todas las veces que volverás a hacerlo en el futuro. Piensa en todo el tiempo que me ahorraré...
Rieron juntos. Aquel era el momento perfecto; Fluke estaba seguro de ello. Se inclinó hacia Ohm y lo besó delicadamente en los labios. Pudo percibir su temblor, como si reflejara el suyo propio. Siguió besándolo con mayor insistencia hasta despertarle
una respuesta que fue puro fuego: lo atrajo hacia sí y lo abrazó con fuerza.
Pero, casi en aquel mismo instante, interrumpió el beso y lo apartó suavemente.
Fluke lo miró entre avergonzado y decepcionado.
—¿Es que no te gusto? —le preguntó, disimulando su angustia bajo una máscara de agresividad.
—Claro que sí.
—¿Entonces por qué diablos no me besas?
—Porque si lo hago ya no querré detenerme, y tú... bueno, eres joven y...
—¿Me estás acusando de ser virgen?
—No es una acusación...
—¡Oh, no, claro! En estos tiempos que corren...
—Supongo que en estos tiempos que corren todavía quedan vírgenes —observó Ohm , mirándolo con una expresión de ternura.
—En Londres, no —repuso Fluke. Sabía que se estaba comportando de forma estúpida, pero no podía evitarlo.
—Es sólo que hay algo en ti... algo muy dulce y joven que me ha hecho pensar que...
—en aquella ocasión fue Ohm quien se sintió avergonzado, y Fluke aprovechó la oportunidad para recuperar la iniciativa.
—¿Sabes cuál es tu problema, Ohm? Piensas demasiado. Haces una montaña de un grano de arena. Si dos personas simplemente se gustan, pues...

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