VIII

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 MÁRMOL CONTRA GRANITO


Allí era adonde había ido Marius la primera vez que se ausentó de París. Era allí adonde iba cada vez que el señor Gillenormand decía: «Duerme fuera de casa».

El teniente Théodule se quedó desconcertado a consecuencia de este encuentro inesperado con un sepulcro; experimentando una sensación desagradable y singular, que era incapaz de analizar, y que se componía del respeto a una tumba y del respeto a un coronel, retrocedió, dejando a Marius solo en el cementerio; y en esta retirada hubo algo de disciplina. La muerte se le apareció con grandes charreteras, y él le hizo casi el saludo militar. No sabiendo qué escribir a su tía, tomó el partido de no escribirle; y probablemente no habría tenido resultado alguno el descubrimiento hecho por Théodule sobre los amores de Marius, si por una de estas coincidencias misteriosas, tan frecuentes en la vida, la escena de Vernon no hubiese tenido, por decirlo así, una especie de eco en París.

Marius llegó de Vernon tres días después, muy temprano; fue a casa de su abuelo, y cansado de las dos noches que había pasado en la diligencia, sintiendo la necesidad de reparar su insomnio con una hora de escuela de natación, subió rápidamente a su cuarto, y sin emplear más tiempo que el necesario para quitarse la levita de viaje y el cordón negro que llevaba al cuello, se fue al baño.

El señor Gillenormand se levantó de madrugada, como todos los ancianos fuertes, le oyó entrar y se apresuró a subir lo más pronto que le permitieron sus viejas piernas, para ver si conseguía, al mismo tiempo que le abrazaba, averiguar de dónde venía.

Pero el adolescente había empleado menos tiempo en bajar que el octogenario en subir, y cuando entró en la buhardilla, Marius había salido ya.

La cama estaba hecha, y sobre ella estaban extendidos el redingote y el cordón negro.

—Prefiero esto —dijo el señor Gillenormand.

Y un momento después hizo su entrada en el salón, donde estaba ya sentada la señorita Gillenormand, la mayor, bordando sus ruedas de cabriolé.

La entrada fue triunfal.

El señor Gillenormand llevaba en una mano el redingote y en la otra el cordón negro del cuello, gritando:

—¡Victoria! ¡Vamos a penetrar en el misterio! ¡Vamos a enterarnos al fin del fin! ¡Vamos a palpar los libertinajes de nuestro hombre! Ya tenemos aquí la novela misma. ¡Tengo el retrato!

En efecto, del cordón pendía una cajita de tafilete negro, muy semejante a un medallón.

El anciano la contempló durante algunos instantes sin abrirla, con ese aire de voluptuosidad, de placer y de cólera de un pobre diablo famélico que viese pasar ante sus narices una magnífica comida que no fuese para él.

—Porque esto es evidentemente un retrato. Yo no me engaño. Esto se lleva tiernamente junto al corazón. ¡Qué estúpidos son! ¡Una abominable damisela que hará temblar, probablemente! ¡Los jóvenes tienen hoy tan mal gusto!

—Veamos, padre —dijo la vieja solterona.

La caja se abría apretando un resorte. No encontraron más que un papel doblado cuidadosamente.

—De la misma al mismo —dijo el señor Gillenormand estallando en carcajadas—. Ya sé lo que es. ¡Una carta amorosa!

—¡Ah! ¡Leámosla! —dijo la tía.

Se puso los anteojos, desdoblaron el papel, y leyeron esto:

Para mi hijo. —El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. Puesto que la Restauración me niega este título, que he pagado con mi sangre, mi hijo lo tomará y lo llevará. No hay que decir que será digno de él.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora