8. El Demonio Blanco

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Se quedó paralizada. Quería estar segura, totalmente segura, de que era él. Su rostro, su largo cabello... sus ojos. Fríos y cínicos, pero al mismo tiempo, con una calidez oculta que los hacía relucir.

Se veía tan diferente e igual al mismo tiempo. Había reemplazado su aire juvenil por uno maduro, macizo. Irradiaba poder con su porte alto e imponente. ¿De verdad era la misma persona?

Las piernas le temblaron y los ojos le picaron. Los latidos de su corazón retumbaban con fuerza en sus oídos mientras lo contemplaba sin siquiera parpadear. Le pareció que se quedó haciéndolo por horas, pero apenas fueron unos míseros segundos.

―Yako...

No se lo pensó dos veces. Corrió como si temiera perder un tiempo valioso y lo abrazó con todas sus fuerzas.

―Estás a salvo... Gracias al cielo ―musitó contra su pecho. Yako permaneció rígido como una roca. Pero no reparó si era inapropiado o no, no le importaba en lo más mínimo. Lo disfrutaría y lidiaría luego con las consecuencias.

Sólo quería sentir su calor, constatar que realmente estaba ahí. Vivo, a su lado. Cerró los ojos y respiró profundo una, dos, tres veces... Sí, no cabía duda, no estaba soñando.

Se apartó dando un par de pasos hacia atrás, detallando de cerca su rostro. O al menos tanto como la oscuridad y la diferencia de estaturas se lo permitiera. Había cicatrices a ambos lados de sus pómulos, como si se las hubieran hecho a pulso con la punta de una espada. Eran extrañamente amenazantes.

Estuvo tentada de tocarlas, pero lo evitó, aunque sus manos cosquillearan por hacerlo.

Él permaneció en silencio, también examinándola. Rin se encogió, sintiéndose en la mira de un depredador. De seguro había notado lo delgada que estaba, sus ojeras y su aspecto desmejorado. Yako regresaba más fornido que nunca y en cambio, ella... uhg. Pero honestamente, no podría haber esperado otra cosa. Nadie la pasa bien durante una guerra.

Lo único que importaba era que ambos la habían sobrevivido, y él había cumplido su promesa.

―¿Por qué lloras?

Hasta su voz sonaba más profunda que antes, casi aterciopelada. ¿O era el efecto de haber pasado tantos años sin escucharla? Limpió sus fugaces lágrimas con el dorso de la mano. Todavía le temblaban las piernas.

―Tu ejército llegó hace días... pregunté por ti, pero nadie... nadie sabía quién eras ―gimió en un vano intento de contenerse. Tanta angustia acumulada al fin estaba saliendo a borbotones―. Luego vine a esperarte... pero nunca... Creí que habías muerto.

―Estoy aquí ahora ―le aseguró viéndola fijamente. Se sentía tan familiarizada y al mismo tiempo tan extraña bajo sus ojos, que tuvo la necesidad de desviar su atención para protegerse de su escrudiño. Era como si pudiera ver a través de ella, como si estuviera leyendo todas sus debilidades.

Ambos guardaron silencio por el tiempo que Rin tardó en calmarse, y cuando se le aclaró la garganta, estiró la mano y tomó la larga manga blanca de Yako entre los dedos. Palpó la tela suave y ligeramente gastada. Tan real como él frente a ella.

―¿Por qué tardaste tanto? ―preguntó por fin.

―Llegué al anochecer con el último grupo, dejamos que los heridos vinieran primero.

Rin siguió con la mirada clavada en la manga que sujetaba. Así que había ido a buscarla casi inmediatamente después de llegar...

―Aún así alguien tenía que saberlo... pero cuando fui a tu campamento a preguntar, nadie sabía quién eras.

Grabado en PiedraWhere stories live. Discover now