El salvoconducto

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Katsuki bajó a cocina en busca de algo de comer. Sentía los músculos entumecidos por pasar tantas horas en la cama. Todavía se preguntaba en qué momento se habría quedado dormido. Solo recordaba haber llegado a su habitación por la mañana, después de seguir a ese estúpido héroe. Se le habían cerrado los ojos y cuando había vuelto a despertar, ya había anochecido.

Abrió el frigorífico y cogió un cartón de leche que se llevó a la boca de inmediato. Bebió hasta que hubo saciado su sed y lo devolvió al frigorífico. En la arrocera que había en la encimera todavía quedaba arroz de la cena. Se sirvió un tazón y comió con avidez sentado en la mesa de madera que había junto a la puerta.

En el salón se escuchaba música, risas y maldiciones que traspasaban las paredes y llegaban hasta la cocina. Lavó el tazón y los palillos y los dejó secar encima del escurridero. Después, dirigió sus pasos hacia el lugar del que procedían aquellas voces. Encontró a cinco de sus compañeros reunidos en torno a una mesa redonda a la que lanzaban cartas y en la que había todo tipo de bebidas alcohólicas y patatas fritas. Uno de ellos, un joven de pelo rojo puntiagudo, lo llamó para que se uniera a la fiesta. Katsuki se acercó y tomó asiento en una de las sillas libres.

—Siempre estáis aquí jugando a las cartas —se quejó Katsuki—. ¿Es que no tenéis nada más que hacer, pelo de mierda?

—¿Y qué quieres que hagamos? —respondió el chico de cabello rojo, poniendo en juego otra carta—. Arata últimamente no nos ha mandado ningún trabajo nuevo. Solo te quiere a ti.

—Sí, Kirishima tiene razón —respondió un chico de cabello rubio que se afanaba en ordenar su baraja. Su tono se tornó burlón—. Solo tiene ojos para su nene Bakugo.

Katsuki frunció el ceño. Se reclinó sobre el respaldo de la silla y subió una pierna a la mesa. Kirishima cogió un vaso limpio, lo llenó de una mezcla de refresco y alcohol y se lo pasó a Katsuki.

—No te pases, Kaminari—. Esta vez la que habló fue una joven de cabello negro. El lóbulo derecho de su oreja se extendía hacia un reproductor de música al que subía y bajaba el volumen a voluntad—. Bakugo no tiene culpa de las elecciones y preferencias de Arata.

—Estoy con Jiro —comentó el más alto de los chicos—. Además, seamos claros: de todos los que estamos aquí, el poder de Bakugo es el que más puede interesar a Arata: un poder de ataque y altamente destructivo. Contra los héroes, no hay nada mejor.

—Sero, le quitas toda la diversión —se quejó una chica de piel rosa y ojos negros—. De todas formas, he oído que ese poder de nada sirvió anoche contra el nuevo recluta de la policía. Katsuki casi se atraganta con su bebida.

—¡¿Qué?! —exclamó Kaminari, emocionado—. ¿Han derrotado a Bakugo?

—¡Cuenta, cuenta! —le siguió Jiro, bajando totalmente el volumen de la música.

Katsuki se incorporó y golpeó la mesa con el vaso. El cristal estalló en mil pedazos y la bebida se esparció por la mesa, mojando las cartas.

—¡No es verdad! —gritó Katsuki, enfatizando con pequeñas explosiones que salían de sus manos—. ¡A mí nadie me ha derrotado jamás! ¡Mucho menos ese niñato con esa ridícula máscara!

—Pero sí que fue capaz de quitarte el dinero, ¿no es así? —replicó Mina con una sonrisa maliciosa—. Según me he enterado, te tenía contra las cuerdas.

—¡Pues te has enterado mal, ojos de mapache! Si no fuera porque apareció la policía, ese imbécil estaría ahora mismo en el hospital.

—Presumido...

El hilo rojo (Bakudeku)Where stories live. Discover now