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«Hablas como una niñita asustada».

Un quejido sordo y retrocedió. Una boca oscura se abrió ante sus ojos y Mackenzie volvió a cerrarla con una certera arremetida de su zapato contra el horripilante rostro de la bestia. Detrás de ella, Ryan tiraba de los brazos de Steve, mientras ascendían las escaleras. Un amasijo de cadáveres que, desesperados, se empujaban los unos a los otros en un iracundo intento por alcanzar sus presas, atiborraban el angosto pasillo que encerraban las escaleras, de extremo a extremo.

Estiraban sus brazos, soltaban cloqueos cenagosos y lanzaban extraños aspavientos y dentadas al aire. Sobre la multitud, un hombre pareció escalar la columna de cuerpos desmadejados y saltó hacia Mackenzie, quien logró arremeter con el costado de su brazo. La bestia la lanzó al suelo y sintió su espalda impactar contra el último escalón del tramo que ascendía, de forma dolorosa.

El espectro abrió su boca, acercándola a la pierna de la chica, pero esta se apresuró a embestir contra su rostro, que se quejó de forma horrenda y el monstruo jadeó con mayor insistencia. Un segundo golpe contra su cuello pareció bastar. Huesos gruñeron y cayó hacia atrás, de espalda, sumergiéndose en la multitud que ascendía en tropel de manera arrítmica.

Se detuvo de inmediato. Eran demasiados, llegaban por el pasillo con la fuerza que las ansias por la carne les proporcionaban. Soltó un jadeo exhausto y se puso en pie. Una punzada de dolor que le atravesó el cuerpo, desde la espalda al abdomen, la hizo jadear, casi llevándola al suelo de nuevo. Se aferró al barandal de acero y se irguió, acercándose a Ryan.

—¡Vamos! —vociferó, apremiante.

«No eres más que una niñita asustada.»

Las palabras retumbaron como balas que repiqueteaban contra las paredes de su cabeza.

Tomó las piernas de Steve y, profiriendo un grito de euforia, lo elevó. Corrieron a través del pasillo de aquella ala. No habían tenido tiempo de ascender hacia la planta superior. La jauría de muertos avanzaba con proeza, cortándoles todo tipo de oportunidad de escape. Eran demasiados y tener que lidiar con el peso de Steve, sumado a la falta de comida, drenaba su energía con rapidez.

Mackenzie sentía los brazos exhaustos, vacilantes, cuando decidió soltar sus piernas y avanzar con rapidez, comprobando las puertas que tenía a su alcance. Probó una. Nada. Otra y otra. Ninguna cedía. Maldición. «Aquella basura solo sucedía en las putas películas.»

—¡Mack! —apremió Ryan, notablemente exhausto, mientras tiraba de su inconsciente amigo—. ¿Algo?

Mackenzie no respondió. Maldijo por lo bajo.

Finalmente, alcanzó una puerta y giró el pomo. Con un ensordecedor crujido de goznes apolillados, la puerta cedió. Estaba oscuro, pero Mackenzie comprobó que se trataba de una especie de depósito.

—Por aquí, ¡rápido!

Ryan tiró con mayor insistencia de los brazos de Steve. Mackenzie se apresuró a ayudarlo. En un último movimiento, uno de ellos brotó corriendo entre la multitud. Un par de cuerpos desmadejados cayeron al suelo tras la salvaje arremetida de parte del corredor. Profiriendo un abrumante quejido cadavérico, sus piernas parecieron impulsarse como un resorte. Saltó en el aire y empezó una carrera desenfrenada hacia sus presas.

Veloz, Mackenzie se acuclilló, tomó una de las pocas flechas del carcaj y la acomodó en la cuerda. Tomó aire, tensó y soltó. La flecha cortó el aire y cuando atravesó a la bestia esta se detuvo de inmediato, se tambaleó por unos segundos y se desparramó de bruces contra el suelo; la saeta brotándole de la nuca.

Mackenzie se apresuró a entrar a la habitación y cerró la puerta con un estruendo aún más sonoro. Pocos segundos después, los quejidos llegaron acompañados de vehementes golpes contra la puerta. Al menos sabía que estarían a salvo por ahora.

ResurrectionemDonde viven las historias. Descúbrelo ahora