Capítulo 14. Muerte

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El arte no es felicidad, no siempre es un estallido de formas y colores, un cuadro de un paisaje verde con montañas y árboles en pareja porque "todos necesitamos un amigo", una pintura amarilla de una mujer derramada en los brazos de su amante que la sostienen con ternura, ni un cielo estrellado que te hace olvidar tu estado mental deplorable. 

El arte no es nada más que decir: "este soy yo", "esto pienso", "así me siento". Y los humanos somos seres capaces de amar, reír y llorar, pero también de odiar, matar, traicionar, destruir naciones enteras; y del otro lado estamos los que tememos, los débiles e insignificantes, un número más, no un nombre.

De eso se trata lo que hago, de retratar todos mis miedos para que salgan de mi cabeza y me dejen dormir, plasmarlos en una pieza de papel con pocos o ningún color en absoluto. Porque así veo el mundo cuando mis ansiedades toman lo mejor de mí, aunque sé que no siempre es así, yo lo veo gris. Veo odio irracional, personas buenas e inocentes sufriendo por enfermedades o por culpa de alguien más. Dibujo monstruos que en mi mente son esas personas, enfermedades que en la vida de otros son una realidad, y uso tonos pálidos porque así son las únicas memorias que conservo de cuando vivía en mi primer hogar: grises.

Los muros de concreto de ese cuarto en el que pasé mis primeros 6 años, helados en las noches de Invierno, delgados, sin la capacidad de silenciar el sonido del monstruo al que más temía: mi abuelo, todos los días lastimando a mi padre por motivos que nunca comprendí porque sólo era un bebé, y a esa edad lo único que quería era que mi padre ganara la pelea contra esa bestia de la cual siempre me escondía y que me diera de comer, y si no había de comer, que me abrazara con su misma sudadera gris que siempre olía mal pero me ayudaba a calmar mi llanto porque era prueba de que aún estaba conmigo.

Así es como se ven los días últimamente. Después de meses llenos de mares azulados, palmeras verdes, cielos anaranjados y flores amarillas, lo que más he visto son los muros grises de mi departamento, de mi trabajo y, en este momento, del aula de ética.

—Hey, Tommy.

No soporto a ese maldito profesor que es una contradicción andante de lo que enseña, a sus tareas que han estado tomando la mayor parte de mi tiempo libre, en especial sus comentarios pasiv-agresivos hacia cada uno de nosotros, a mis compañeras, a algunos de mis compañeros por su físico, a mí y otras dos personas por nuestra tez. Como siempre, a la escuela no le importa por que "No le hace daño a nadie", "Así es él" y "Viene de otra época", justificando y perdonando sus actitudes por más que nos hemos quejado de él.

—Tommy.

Si muriera no creo que a nadie le importaría.

Eso está mal. Ese no soy yo.

¿Por qué pienso estas cosas?

Es un hombre inocente y buen educador, sólo tiene una manera grosera de expresarse. No merece daño.

Pero si algo le pasa y se calla para siempre, no estaría mal, ¿no?

—Tommyyyyy...

—¡¿QUÉ?!

—¡Ah! —La pequeña chica con gafas abre sus ojos rasgados hasta su límite con un salto asustadizo.

Sólo es Hannah. Y le he gritado.

Por suerte el maldito profesor está tan centrado en hablar de su vida y lejos de nosotros que no me escuchó.

—Perdón, estaba distraído, ¿Qué pasa, Hannah?

Se acomoda su característico gorro rojo, deshaciéndose de la incomodidad que seguro sintió al verme enojado por primera vez, y se inclina de nuevo hacia mi asiento.

Mi Faro De LuzWhere stories live. Discover now