Capítulo 4

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Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las terribles emociones de las
cuatro últimas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso
completamente alterado y temblaba al más ligero ruido. No salió de su habitación en cinco días y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a
la mancha de sangre del salón de la biblioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era
indudablemente que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano
inferior de vida material y era incapaz de apreciar el valor simbólico de los fenómenos
sensibles.
La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales
eran realmente para él una cosa muy distinta e indiscutiblemente fuera de su gobierno. Pero,
por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse en el corredor una vez a la
semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miércoles de cada mes. No
veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación.
Verdad es que su vida estuvo llena de crímenes, pero quitado eso era hombre muy
concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.
Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce
de la noche y tres de la madrugada, tomando todas las precauciones posibles para no ser visto
ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas
carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro y no dejaba de usar el
engrasador Sol Naciente para, engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo
después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar esta última forma de protegerse. Pero, al
fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el dormitorio del señor Otis y se llevó
el frasquito. Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue suficientemente
razonable para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y que cooperaba, en
cierto modo, a la realización de sus proyectos.
A pesar de todo, no se vio a cubierto de molestias.
No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacerle tropezar en la
oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de «Isaac el Negro, o el cazador del
bosque de Hogsley», cayó de bruces al poner el pie sobre una plancha de maderas
enjabonadas que habían colocado los gemelos desde el umbral del salón de tapices hasta la
parte alta de la escalera de roble.
Esta última afrenta le dio tal -rabia que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad
y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche siguiente a los
insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ruperto el temerario, o el conde sin
cabeza».
No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía setenta años, es decir, desde que causó
con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su consentimiento al abuelo del
actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jack Castletown, jurando
que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de
un fantasma tan horrible por la terraza al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto
en duelo con arma de fuego por lord Canterville en terrenos de Wandsworth y lady Bárbara
murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en
todos sentidas.
Sin embargo, fue, permitiéndome emplear un término teatral para aplicarle a uno de los
mayores misterios del mundo sobrenatural o, en lenguaje más científico, del mundo superior a
la Naturaleza, una creación de las más difíciles y necesitó sus tres buenas horas para terminar
los preparativos.
Por fin todo estuvo listo y él contentísimo de su disfraz. Las grandes,botas de montar, que
hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encontrar más que
una de las dos pistolas de arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto
pasó a través del estuco y bajó al corredor. Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos, y a la que se llamaba el
dormitorio azul por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entreabierta.
A fin de hacer una entrada efectista, la abrió de par en par con violencia, pero se le vino
encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos
milímetros. Al mismo tiempo oyó unas risas sofocadas que partían de la doble cama con
dosel.
Su sistema nervioso sufrió tal conmoción que regresó a sus habitaciones a toda prisa y al día
siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte catarro. El único consuelo que tuvo
fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros, pues de lo contrario las consecuencias
hubieran podido ser más graves. Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella
recia familia de americanos, y se contentó, por regla general, con vagar por el corredor, en
zapatillas de fieltro, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las corrientes de
aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.
Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado por la
escalera hasta el espacioso hall, seguro de que en aquel sitio por lo menos nadie le iba a
molestar, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del
ministro de los Estados Unidos y de su mujer, hechas en casa por Saroni y que ahora
ocupaban el lugar de los retratos de la familia Canterville.
Iba vestido, sencilla pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de
cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela amarilla y llevaba una linternita y un
azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el desenterrador, o el ladrón
de cadáveres de Chertsey Barn». Era una de sus creaciones más notables y de la que
guardaban recuerdo, con más motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña
con lord Rufford, vecino suyo.
Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y a su juicio, no se movía nadie en
la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente hacia la biblioteca, para ver lo que quedaba de
la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rincón sombrío, dos siluetas, agitando
locamente sus brazos sobre sus cabezas, mientras gritaban a su oído:
-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!
Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia la escalera,
pero entonces se encontró frente a Washington Otis, que le esperaba armado con la gran
regadera del jardín; de tal modo, que cercado por sus enemigos, casi acorralado, tuvo que
evaporarse en la gran estufa de hierro colado, que felizmente para él, no estaba encendida, y
abrirse paso hasta sus habitaciones por entre los cañones de las chimeneas, llegando a su
refugio en el,, lamentable estado en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.
Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca en expediciones nocturnas. Los gemelos se
quedaron muchas veces en acecho para sorprenderle, sembrando de cáscaras de nuez los
corredores todas las noches, con gran enojo de sus padres y de los criados. Pero fue inútil. Su
amor propio estaba profundamente herido sin duda y no quería mostrarse.
En vista de ello, míster Otis reanudó de nuevo el trabajo en su gran obra sobre la historia del
partido demócrata, obra que había empezado tres años antes.
La señora Otis organizó un clambake extraordinario, que dejó muy impresionados a todos los de la comarca.
Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al écarté, al póquer y a otros juegos típicos de
América.
Virginia dio paseos a caballo por caminos y veredas, en compañía del duque de Cheshire,
que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones.
Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, y en consecuencia, míster
Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió en contestación otra
carta en la que éste le testimoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más
sinceras felicitaciones a la digna esposa del ministro.
Pero los Otis se equivocaban.
El fantasma seguía en la casa, y aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a
retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duque de Cheshire,
cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez cien guineas con el coronel Carbury a que
jugaría a los dados con el fantasma de Canterville.
A la mañana siguiente se encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego
en un estado de parálisis tal, que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca
pronunciar más palabra que ésta:
-¡Seis dobles!
Esta historia era muy conocida en su tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de las
dos nobles familias, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato detallado de
todo lo referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe
regente y sus amigos.
Desde entonces el fantasma deseaba vehementemente probar que no había perdido su
influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado, pues una prima hermana
suya se casó en Secondesnoces con el señor Bulkeley, del que descienden en línea directa,
como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.
Por consiguiente, hizo sus preparativos para mostrarse al joven enamorado de Virginia en su
famoso papel del «Fraile vampiro, o el benedictino sin sangre».
Era un espectáculo tan espantoso que cuando la vieja lady Startup se lo vio representar, es
decir, la víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos agudos, que le provocaron
un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que desheredara
antes a los Canterville que eran sus parientes más cercanos y legase todo su dinero a su
farmacéutico de Londres.
Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su habitación y el
joven duque durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio
real, soñando con Virginia.

El Fantasma de CantervilleWhere stories live. Discover now