3. Ojalá nunca

197 22 8
                                    

Acababa de entrar en casa, me encontraba en el recibidor. Era una casa antigua de pueblo pero que mis padres habían reformado recientemente, aunque habían conservado parte del encanto rural. Tenía los techos altos y las vigas vistas, y 2 de las 3 paredes del recibidor eran de piedra. La pared frontal tenía un estucado ocre a juego con las baldosas del suelo y varias brujas de tela la decoraban. Me encantaba cuando mi madre me contaba viejas historias de brujas y de magia blanca, y decía que, seguramente, mi padre le habría hecho alguna especie de embrujo, porque no era racional el sentimiento de amor tan profundo que sentía por él.
-Ya has llegado Valentina- me dijo mi hermano Ander dándome un abrazo.
-Sí, acabo de aparcar. Estaba contemplando como parece que las brujas estén apenadas.
-Sí, parece que toda la casa note que su alma se ha ido, ¿verdad? ¿Qué tal el viaje? ¿Vienes cansada?
-No. He podido descansar en el avión - mentí. Realmente me sentía como si una docena de tractores me hubieran pasado por encima. Sentía que me iba a desplomar en cualquier momento. Las piernas me fallaban, me sentía fatigada, y era como si mi cuerpo no me perteneciera, me sentía completamente abatida.
-Mamá ha preguntado varias veces por ti. Está arriba, vamos.
Y subí esas escaleras donde tantas otras veces habían soportado que mi hermano y yo las bajáramos casi rodando cada vez que mi madre nos llamaba para comer.
-Ander dame un minuto, necesito respirar. -le dije a mi hermano mientras me alejaba de él.
Salí a la terraza que se encontraba al final del pasillo. Era octubre, y las temperaturas habían disminuido mucho en la última semana, pero yo sentía un fuego interno que hacía que me ahogase. Necesitaba aire fresco antes de enfrentarme a lo que me esperaba. Nadie está preparado nunca para decir adiós a una persona querida, pero mucho menos cuando ese adiós conllevaba despedirse de la persona más importante de tu vida. Mi padre hubiese cumplido 53 años la próxima semana si el maldito cáncer no hubiera decidido atropellarlo y llevárselo por delante. El cielo empezó a ennegrecer, y la lluvia no tardó en aparecer, dando paso a lo que sería el diluvio de esa década. No me importaba mojarme, solo quería que ese fuego se apagase y, entonces, mi madre vino en mi búsqueda.
-Mamá- le dije entre lágrimas y con el pelo empapado por la lluvia.
- ¡Mi niña! ¡Papá se ha ido, nos ha dejado! ¡El amor de mi vida se ha ido! - me dijo mientras comenzaba a llorar con tanta fuerza que pensaba que en cualquier momento iba a romperse.
Y nos abrazamos, nos abrazamos como hacía años que no hacíamos. En ese abrazo pude sentir todo su dolor, como cada poro de su piel quería también llorar. Como su pecho se hinchaba intentando coger todo ese aire que le faltaba. Y lo sentí porque yo estaba igual. Y cuando pensaba que no cabía un ápice más de dolor entre las dos, vino mi hermano y nos rodeó con sus largos brazos haciendo que nuestros cuerpos mojados se juntasen aún más. Ahí supe que estábamos derrotados, pero que estábamos juntos.
Cuando entramos de nuevo, los 3 fuimos a cambiarnos de ropa puesto que la que llevábamos estaba completamente mojada. No sé cuánto tiempo estuvimos fuera abrazados, pero lo suficiente como para que me calara hasta la ropa interior. Después de ponerme ropa seca y estrujarme el pelo con una toalla que me había traído mi abuela Rosario, me dispuse a entrar en la habitación en la que se encontraba mi padre.
En los pueblos es tradición que se vele a los difuntos en su casa, por lo que no me extrañó que nada más entrar, sentadas en dos mecedoras, estuvieran dos ancianas mujeres. Tenían el pelo canoso y recogido en un moño, con un velo negro cubriéndole la cabeza. Entre sus manos sostenían un crucifijo y se les escuchaba recitar una especie de rezo. Al alzar la cabeza me reconocieron enseguida y vinieron a darme el pésame. Hacia algún tiempo que no las veía, pero las reconocí enseguida al ver esos ojos verdes inconfundibles. Esas dos hermanas gemelas eran las vecinas del piso de arriba donde vivía mi abuela, en la otra punta del pueblo. Y a las que tantas y tantas veces había acompañado, junto a mi abuela, a dar largos paseos por los caminos que unían el pueblo con las dos urbanizaciones, una hacia el norte y la otra hacia el sur, dejando al pueblo en medio de las dos. Eran unas ancianas entrañables a las que siempre me alegraba de ver, aunque sinceramente, ahora no era uno de esos momentos.
- Te acompaño en el sentimiento Valentina. -me dijo Josefa.
- Si, lo sentimos mucho. Sabes que tu padre era un gran hombre y todos lo apreciábamos mucho aquí en el pueblo. -afirmó Carmina.
- Muchas gracias. Ahora si no os importa me gustaría estar un rato a solas con él. -dije de manera tajante y rotunda.
Y así es como se fueron dejando tras de sí un absoluto silencio.

La tormenta que me calma Where stories live. Discover now