Capitulo 13: Juliana

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«Había sangre por toda la Sala del Sol. Las luces LED que imitaban los rayos solares estaban destrozadas. La única fuente de luz era el débil parpadeo de una lámpara empeñada en seguir luciendo. Me sujetaban contra una pared. No me podía mover. No podía oír nada. Mi sentido del tacto se había esfumado. Una presencia oscura entró en la sala. Una sombra. Intenté hablar, pero solo pude articular un chirrido áspero. La sombra se acercó. Su presencia era tan fuerte, tan poderosa, tan oscura... Se detuvo frente a mí. La sangre comenzó a formar un charco en el suelo justo donde estaba la sombra. Esperaba ver a Guillermo y ahogué un grito. Era Valentina. Los ojos azules vacíos de vida. Los colmillos fuera. Preparada para devorarme. Se apoderó de mí. Sus colmillos estaban a punto de hundirse en mi piel. Después, nada. Nada más que un gran vacío y una voz femenina susurrando: —Se acerca la oscuridad.»

Me desperté en la habitación del hotel, sudando, tensa y sin aliento. Me aferré a las sábanas como si me fuera la vida en ello, temerosa de que, si las soltaba, me volvería a hundir en la pesadilla. Me estremecí cuando se abrió la puerta del baño. Podía oler la loción de afeitado de Sergio mezclada con las fragancias del champú y el jabón. Me estiré en la cama, intentando alejar la pesadilla. Tenía miedo por mí. Tenía miedo por Valentina. —El desayuno está listo en la terraza —anunció Sergii. Estaba secándose el cabello con una toalla, ajeno a mi temblor. Me arrastré fuera de la cama. «No puedo seguir despertándome de esta manera.» Había abandonado La Sombra, pero la isla y todos sus horrores aún me acompañaban. Me recogí el cabello en un moño desordenado mientras caminaba hacia la terraza. Necesitaba la luz del sol. El desayuno consistía en muesli, café y macedonia de frutas. Habría preferido unas tostadas con mermelada y mantequilla, pero no me sentía particularmente exigente. Sergio se unió a mí poco después de sentarme. —Mamá y papá están de camino para recogernos. Al final es posible que nos quedemos aquí un par de días más. Parece que montaron mucho revuelo con la policía cuando desaparecimos. —Se sentó frente a mí, con aire molesto. Me encogí de hombros. —Ya me lo temía. Tendremos que hablar con la policía, probablemente incluso con un trabajador social... —Entonces, ¿cuál va a ser nuestra historia? —Se reclinó en su asiento, haciendo rodar una uva por el plato—. ¿Nos escapamos? ¿Eso es todo? —Supongo que podríamos hacer que fuera más simple manteniendo la boca cerrada. Nos escapamos. Punto. No hay necesidad de dar detalles. —A no ser que... —Sergio comenzó a tamborilear los dedos en la mesa. —¿A no ser qué? —Aparté mi tazón. Parecía que ninguno de los dos tenía mucho apetito esa mañana. —A no ser que les digamos la verdad. Toda la verdad. Sabía que era una opción, pero algo en mi interior se oponía a gritos. —No podemos hacer eso. —¿Por qué no? —¿Qué les vamos a decir? ¿Qué nos raptaron unos vampiros y nos llevaron a una isla invisible para esclavizarnos? Ni siquiera sabemos dónde está La Sombra. Van a pensar que estamos locos. —¿Y qué? Allí conocimos a otros cautivos. Seguro que alguien ha informado de su desaparición. ¿Cómo si no sabríamos detalles sobre ellos? Negué con la cabeza. —No podemos. Valentina confió en nosotros. No podemos traicionar... —Ahí está. La verdad. No quieres hablar sobre La Sombra por ella. ¿Qué te hizo, Juliana? Es como si estuvieras poseída por un inexplicable impulso de complacerla. Las palabras me hirieron. No podía mirar a Sergio a los ojos. No sabía por qué. Ojalá lo supiera. —No es solo Valentina. Lo siento, Sergio, pero simplemente no puedo. No de esta manera. Un golpe en la puerta interrumpió nuestra conversación. Los ojos de Sergio parecían dos lanzallamas que amenazaban con perforarme el cráneo, pero finalmente se puso de pie y abrió la puerta. Desde la terraza oí a su madre, Silvina, sollozando. —¿Dónde está Juliana, Sergio? ¿Está contigo? —Había un tono de cautela en la voz de la pequeña Abby. Si su padre, Alirio, estaba allí, ciertamente no hablaba mucho. Sergio salió a buscarme. —La policía está aquí. Quieren hacernos algunas preguntas. —¿Y cuál va a ser nuestra respuesta? Apretó los dientes con fuerza antes de responder: —Nos escapamos. Pasaron bastante tiempo intentando hacernos hablar. No hacían más que decirnos que podíamos contarles la verdad, que no teníamos nada que temer. Hicieron todo lo posible para sonsacarnos información acerca de dónde habíamos estado, cómo nos las arreglamos para mantenernos ocultos y cómo sobrevivimos. Sergio ni siquiera llegó a insinuar nada sobre La Sombra. Al igual que yo, guardó silencio al respecto y se lo agradecí. Sabía que no entendía por qué me negaba a delatar a La Sombra. ¡Demonios, ni siquiera yo lo entendía! Pero me apoyó y eso me llenó de admiración por él. La policía finalmente se rindió. Escaparse no era un delito y, a menos que nos acusaran de algo, no teníamos por qué dar explicaciones. Tardaron tres días en arreglar todo el papeleo necesario para que Sergio y yo pudiéramos volver libremente a California. Los exámenes físicos provocaron una nueva avalancha de preguntas. No encontraron nada raro en mí, pero no había forma de ocultar las cicatrices del cuerpo de Sergio. Nunca olvidaré la mirada de los ojos de Silvina cuando vio las cicatrices. Parecía como si algo se le desgarrara por dentro cuando gritó: —¿Quién te hizo esto? ¿Por qué no nos dices quién lo hizo? Fue la primera vez que vi a Alirio tan enojado. —Juliana, ¿dónde habéis estado? ¿Qué os ha ocurrido? Los ojos de Sergio fijos en mí me carcomían la conciencia. —Lo siento muchísimo —fue todo lo que atiné a decir, con cabeza agachada y los ojos inundados de lágrimas. Esperaba que Sergio lo contara todo, pero se mantuvo firme. Alirio y Silvina intentaron sonsacarnos. Gritaron, rogaron y amenazaron. Ni Sergio ni yo dijimos nada de los vampiros. Finalmente, todo acabó cuando Sergio suspiró con exasperación y dijo: —¿Nos podemos ir a casa, por favor? Estoy exhausto. Su afirmación pendía en el ambiente durante el viaje por carretera más tenso que jamás había vivido. Sergio durmió durante la mayor parte del tiempo. Lo envidiaba; por más que lo intenté, fui incapaz de pegar ojo en toda la vuelta a casa. «Su casa. No la mía.» Hasta que llegamos no logré apartar a Alirio a un lado y formularle la pregunta que me había inquietado desde que los vi. —¿Sabía mi padre que había desaparecido? «¿Le importó?» La expresión en el rostro de Alirio me partió el corazón. —Los cheques llegaron puntuales. Comprendí lo que significaba aquello. Daba igual que mi padre lo supiera. En lo que concernía a Chino Valdez, su obligación paterna hacia mí empezaba y terminaba con los cheques trimestrales que enviaba a los Ornelas. No sabía por qué me sorprendía. Desde el momento en que mi madre se volvió loca y él la envió lejos de casa, se había casado con su trabajo como fundador de una pequeña agencia de seguridad para el hogar que, con el tiempo, se había convertido en un negocio más grande. La verdad sea dicha, las sumas que enviaba a los Ornelas eran tan solo retazos de su fortuna, teniendo en cuenta lo que valía realmente su empresa. Era una justificación miserable para un padre. Alirio me acarició la espalda con un gesto de incomodidad. —El Chino que conocí te adoraba. «¿Sí? Preséntamelo cuando vuelvas a encontrar esa versión.» Devolví la sonrisa a Alirio. No era justo que descargara mi frustración sobre él. También perdió a su mejor amigo el día que yo perdí a mi padre. El resto de la tarde, Silvina me mantuvo ocupada preparando la cena con ella en la cocina. La velada fue tensa. Abby era la única que parecía estar de buen humor. Tratamos de complacerla, pero ninguno de nosotros fue capaz de aligerar la sensación de tensión que había en el ambiente. Esa noche di muchas vueltas en la cama, incapaz de dormir. Mantuve los ojos cerrados. Mientras estuve en La Sombra, había pensado muchas veces en escapar. En el fondo de mi mente había barajado la vaga idea de desenmascarar a La Sombra y liberar a todos sus prisioneros humanos. Eso era lo que había creído que estaría haciendo ahora, después de salir de la isla. En cambio, regresé a California, cené con los Ornelas y hablé, con mucha incomodidad, de volver al instituto. Tuve que esforzarme para no reír cuando Silvina dijo que esperaba que Sergio y yo regresáramos a las clases inmediatamente.

Sergio no había dicho nada. Parecía aturdido desde que habíamos vuelto. Estaba convencida de que pasaría el resto de la noche obsesionada con volver a vivir con los Ornelas los próximos años, cuando oí un golpe. Me senté en la cama y Sergio abrió la puerta. —Hola. —Solo quería... —Parecía verdaderamente avergonzado—. ¿Te importaría dormir conmigo en mi cama? Preferiría no estar solo. No hizo falta que insistiera más. Me levanté, agarré mi almohada y una manta, y seguí a Sergio. Nos colamos por el pasillo hasta llegar a su habitación. Nos acurrucamos bajo las sábanas, pero no pude alejar el pensamiento de que aquello no me proporcionaba la seguridad y la comodidad que había disfrutado con Valentina. Incluso estando juntos, Sergio y yo nos quedamos despiertos hasta bien entrada la noche, temiendo las pesadillas. —Mamá quiere ir al instituto mañana y ver qué tenemos que hacer para ponernos al día. —¿De verdad estás dispuesto a seguir adelante con esto de ir a clase? —Creo que se lo debo a mis padres, incluso a mí mismo, supongo, y por lo menos lo intentaré. Además, ¿Qué otra cosa podemos hacer? Era otra pequeña muestra del Sergio que conocía, el Sergio que amaba a sus padres y estaba encantado de ser el chico popular y atractivo del instituto. Ver de nuevo ese lado de su personalidad fue lo único que me impulsó a decir: —Pues a clase. Se hizo una larga pausa en la que dos reflexionamos sobre nuestros propios pensamientos. Finalmente rompí el silencio. —¿Sergio? —¿Sí? —Gracias. No preguntó por qué. Lo sabía. —Ellos te hicieron algo en La Sombra, Juliana. No sé qué, pero espero que con el tiempo te liberes de lo que fuera que te hicieron y recobres la cordura. Esperaré hasta la graduación. Después de eso, voy vengarme de la isla, y lo voy a hacer tanto si estás conmigo como si no. La frialdad de su voz me aterrorizó, pero no tanto como el hecho de que, de repente, sentí el impulso de proteger La Sombra sin importarme cómo. Sergio tenía razón. Algo me habían hecho en La Sombra porque, por muy lejos que estuviera de la isla, seguía siendo su prisionera. La Sombra se había convertido en una parte de mí y parecía que destruirla era como destruirme a mí misma.

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