2. El castillo de hielo

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No importaba cuan fuertes eran o si podían luchar contra un batallón, siempre y cuando la arrogancia no les ganara porque era ésta la única capaz de matarlos

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No importaba cuan fuertes eran o si podían luchar contra un batallón, siempre y cuando la arrogancia no les ganara porque era ésta la única capaz de matarlos. La inmortalidad era un tesoro que debían cuidar. Así que, esquivando cualquier poblado y atravesando caminos desolados, se mantenían lejos de cualquier mirada sospechosa. Debido a esto, los caballos caían exhaustos al inicio del día, cuando los vampiros se refugiaban en alguna cueva de los rayos del sol.

—Quizás si los caballos fueran vampiros no se agotarían tan rápido —dijo Vlad, con la mirada en animal tumbado. Todavía quedaba un largo trecho hasta las montañas del norte.

—Ni lo intentes. —Beltrán abrió sus ojos tanto como pudo—. Tenía un primo, un poco impaciente, quiso convertir a su caballo en vampiro. Ambos murieron. También intenté curar a otras especies con mi saliva, siempre resultaba en desgracias.

—No me digas que parte de nuestra extinción se debe a tus experimentos.

—¡Yo no obligué a mi primo a morder a ese caballo! —Beltrán rió nervioso—. De hecho, me puse muy mal por él. Al final, solo somos compatibles con humanos.

Vlad rió y luego tomó los papiros junto a las tintas que llevaba en su equipaje.

—Quizás esa anécdota le sirva a Bladis. —Vlad escribió con una pluma—. A lo mejor debería construir una biblioteca en el castillo con libros que expliquen nuestra naturaleza.

—¿Un grimorio? —preguntó Beltrán.

—Muy gracioso. —Vlad alzó una ceja—. Pensaba en un libro de enseñanzas vampíricas. Sería ideal para quitar todas las dudas sobre nuestra especie, tan endeble y poco demoníaca.

—Discúlpame, compañero. —Beltrán se apartó de Vlad y miró hacia el lejano horizonte—. No coincido contigo. La gente no quiere la verdad, lo único que podemos hacer es torcer los relatos de fantasía a nuestro favor.

En ese momento Vlad no lo entendió, no hasta más tarde. Por el momento escribió todas las anécdotas en los papiros, esperando a que la noche cayera y así poder seguir.



Entre caminos sinuosos, el frío se acrecentaba. Ya no veían rastros de carruajes o humanos, en la nieve se marcaban las huellas de las bestias. Si bien los humanos estaban adaptados a todos los ambientes, las heladas del norte congelaban la sangre de los mortales. Solo aquellos que tuvieran hielo o fuego en la sangre podrían sobrevivir.

Durante el viaje, la tormenta de nieve azotaba los picos de las montañas en donde a lo lejos se podía ver una pequeña llama encendida. A lo mejor las historias eran ciertas, solo los demonios podían habitar tales tierras.

—Le dicen el castillo de hielo —dijo Beltrán, quien avanzaba en su corcel junto a Vlad—, se ve igual a como lo describían los escitas, es como la entrada al infierno.

—Tonterías —dijo Vlad—, a lo sumo encontraremos a algún ermitaño delirante.

Antes de llegar al pie del monte, hallaron un pueblo abandonado. Las chozas estaban deshechas por el clima, algunas cubiertas de nieve, y otras destruidas por completo. No se veían rastros de vida humana a kilómetros, por lo que ingresaron a un viejo establo y amarraron a sus caballos.

Mil años de arsénicoWhere stories live. Discover now