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Al día siguiente, un lunes, la temperatura subió un poco y fue más propia de octubre que de noviembre. Me sorprendí al ver que seguían quedando hojas en los árboles después de la lluvia del día anterior. Las hojas caídas en la calle estaban casi secas, al menos la capa superior de ellas, y mi hermano Chris y yo las removimos mientras caminábamos hacia el instituto.

Chris es dos años más joven que yo, y se supone que se parece a mí: es bajito, robusto, tiene los ojos azules y lo que mi madre llama «cara de corazón».

Más o menos tres años después de casarse, mis padres se mudaron de Cambridge, Massachusetts, donde está el MIT, a Brooklyn Heights, que se encuentra al otro lado de la parte baja de Manhattan. Mi barrio no se parece en nada a Manhattan, que es la zona de Nueva York que la mayoría de la gente visita: es más un pueblo que una ciudad en muchos aspectos. Tiene más árboles, flores y arbustos que Manhattan y no demasiadas tiendas grandes ni edificios de oficinas; no se respira el mismo ambiente bullicioso. La mayor parte de edificios de Brooklyn Heights son residenciales: casas de piedra rojiza de tres o cuatro plantas con jardincitos delanteros y traseros. Siempre me gustó vivir ahí, aunque puede llegar a ser algo aburrido en el sentido de que casi todos son blancos y los padres de casi todo el mundo son médicos, abogados, profesores o peces gordos de las finanzas, del mundo editorial o del sector de la publicidad.

Como decía, aquel lunes por la mañana, mientras Chris y yo atravesábamos las hojas caídas hacia el instituto, Chris repasaba en alto los poderes del Congreso y yo pensaba en Camila. Me preguntaba si volvería a saber de ella y si me atrevería a llamarla en caso negativo. Había colocado el papel donde había escrito su dirección en una esquina de mi espejo y lo veía cada vez que me cepillaba el pelo, así que pensé que seguramente la llamaría yo si no lo hacía ella antes.

Chris me tiró del brazo. Parecía molesto, o más bien exasperado.

—¿Qué? —dije.

—¿Dónde estás, Lo? Acabo de enumerar todos los poderes del Congreso, te he preguntado si estaban bien y no me has dicho nada.

—Por Dios, Chris, yo no me acuerdo de la lista entera.

—Pues ya podías, con las notazas que sacas siempre. ¿Qué sentido tiene aprender algo un año si lo vas a olvidar al año siguiente? —Se echó el pelo hacia atrás de la forma que solía hacer que nuestro padre le recordara que le hacía falta cortárselo, cogió un puñado grande de hojas del suelo y me las echó por encima, sonriendo. Los enfados de Chris no solían durar mucho—. A lo mejor estás enamorada, Lo— repuso, llamándome con el apodo que solía utilizar conmigo. Después volvió a mi nombre real y canturreó—: ¡Lau está enamorada, Lau está enamorada...!

Fue curioso que dijera aquello.

En aquel momento ya casi habíamos llegado a la escuela, pero me eché la cartera al hombro y le bombardeé con hojas el resto del camino hacia la puerta.

La Academia Foster parece una mansión victoriana antigua de madera, justo lo que fue antes de convertirse en un centro educativo independiente (privado) donde se enseñaba desde preescolar hasta la universidad. Algunas de las torretas principales y decoraciones recargadas que adornaban el deslucido edificio blanco habían empezado a desmoronarse cuando yo estaba en secundaria, y cada año más estudiantes se marchaban a centros públicos. Como la mayor parte del dinero de la Foster procedía de las matrículas y solo había unos treinta alumnos por clase, perder más de un par al año constituía un desastre importante. Por eso, aquel otoño, la junta de administración había contratado a un organizador de campañas de recaudación de fondos profesional que había «impulsado» una «campaña fundamental», como le gustaba decir a la directora Poindexter. En noviembre, el comité de publicidad de padres y madres había puesto carteles por todo Brooklyn Heights pidiendo contribuciones para salvar la Academia Foster, aparecían anuncios en el periódico regularmente y había planes para organizar una operación de captación de alumnos en primavera. De hecho, cuando le tiré a Chris el último puñado de hojas aquella mañana, casi me choqué contra el portavoz de la campaña de recaudación de fondos: el señor Piccolo, padre de una alumna de primer año.

Camila en mis pensamientos. (Adaptación)Where stories live. Discover now