El Apareamiento

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No existe método alguno; ni por la ciencia; ni por la mera razón; ni siquiera por ninguna de los credos existentes en todo lo largo y ancho del mundo; que, apoyándose en dogmas puedan explicar ciertos fenómenos que exceden la lógica y el pensamiento de toda creatura, y tampoco lo acontecido a mi persona, y lo que yo vi en aquella desoladora y gélida noche de aquel desdichado octubre.

En ese entonces, un servidor vivía en la mansión Porgerlart, situada en la ensoñadora Nueva Inglaterra.
Pasaba las horas muertas analizando y estudiando Patrística e Historia de la Teología, a solas, y por mi propia cuenta; conducido por la sed de conocimiento del Dios al que tanto amaba.
Solo tenía la lejana, pero loable compañía de la "Summa Teologiae" de Santo Tomas de Aquino, y las "Confesiones" de San Agustín de Hipona, además de algunas encíclicas pre-conciliares, entre otros escritos, que repasaba continuamente en mi día a día durante largas horas.
Esta apertura a la razón, y a la filosofía, me hizo abandonar mis pensamientos apegados al fideísmo, que se anclaban en la ahora remota y humilde, aunque pobre, educación que me enseñaron mis padres en la senda de las iglesias pentecostales.
Permitidme esta digresión, y también lo perceptible de lo que mis sentidos captaron.
Deseo exponer que la demonología y la escatología siempre han meditado sobre realidades espirituales, pero todavía cabe la duda acerca de la encriptada forma en la que Dios creó a los seres humanos, que unos toman- la del Génesis- por literal, y al pie de la letra; y otros por cierta metáfora con conmixtión de elementos totalmente verídicos, preguntándose cuantos seres fueron creados en todo el vasto Universo. ¿Hay que dar por hecho que somos únicos en el cosmos? ¿coexisten otros seres a los que se les ha insuflado espíritu, o son tan solo demonios que, disfrazándose de seres de luz, engañan al hombre haciéndose valer de la argucia de la mencionada metamorfosis?
No he hallado aún la respuesta a este interrogante, pero el encuentro con una criatura particularmente extraña suscitó en mí ese obsesivo y enfermizo interés por los misterios del espacio, y si es una prisión de aire la tierra que habitamos sin sospechar nada, y estando ya tan conformemente asentados, no suscita en nosotros mera dubitación. Y así, esto encajaría con la alegoría de la caverna del reputado y tan bien estudiado Platón,  de quien bebe la sociedad moderna en su conjunto.

Corría el año 2014, y me había mudado a un pueblo de Nueva Inglaterra llamado Lorkshire. Era pacífico, y habitado por gente sencilla, pero con y sin ánimo de ofender, un poco rudimentaria y arcaica, como más adelante relataré. No les agradaban los foráneos, por lo que mi entrada no impactó, en un principio, en ellos, y pasó más bien desapercibida, hasta cierto tiempo postrero, que en el transcurso de este relato, contaré con sumo detalle.

La suntuosa finca se emplazaba en Hudson Highlands, específicamente en el área campestre y débilmente colonizada del Estado de Nueva York, a menos de un kilómetro del lago Popolopen, en el condado de Orange; de hecho la aldea de Lorkshire se alcanzaba tras franquear el célebre puente homónimo. Sentía quietud al ver aquella naturaleza, aquella mixtura entre una especie de taiga y frondoso y exuberante bosque aguazoso típico del este de América. La flora estaba densamente compuesta de esqueléticos abedules que en gran porcentaje, tendían al "horror vacui" entre su escaleta; helechos cuya configuración había trascendido a los nuevos tiempos; y sauces que envidiaban las apolíneas formas de sus contrapartes europeas.

Las primeros jornadas integraron las más deleitosas, pese a que vine en la canícula y el mercurio se disparaba con la húmeda Corriente del Golfo que se derramaba desde la costa caribeña de México. Personalmente, me encantaba dar vueltas por el Popolopen Creek; respirando aire fresco, y contemplando las piscinas naturales y gargantas que los estudiosos denominaban "hell hole". El origen de estos se reservaba a la intrusión de granito cristalino, el cual formaba aquella reducida obra de la naturaleza, aunque no por ello carente de un exótico atractivo.

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