Capítulo IX

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Diego sintió el cuerpo desnudo de Roberta entre sus brazos y la estrechó más fuerte contra su pecho, al tiempo que enterraba el rostro entre las suaves y largas ondas de su cabello rojo, pues le encantaba el aroma que desprendía de él.

Abrió los ojos y sonrió al verla soltar un murmullo entre sueños, complacido enormemente al, por fin, poder despertar a su lado, ya que le había costado bastante llegar hasta aquí.

Hace diez días que había llegado a Monterrey; hace ocho Roberta había asumido sentir algo por él y rendirse ante la atracción mutua que sentían el uno por el otro; y hace tres, ella había aceptado pasar una noche con él en ese cuarto de hotel, que había sido testigo de cada una de las veces que habían hecho el amor. Luego, a esa noche se le sumó otra, y luego otra más y ahora Diego dudaba poder volver a dormir en soledad, luego de saber lo increíble que era compartir la cama con ella, no solo de una forma carnal, sino también como parte de un rito de intimidad

Desde que Roberta había admitido que le gustaba, se habían visto todos los días. Él iba a buscarla a la casa de Miguel y paseaban por la ciudad, conversaban, reían y jugaban por largas horas hasta que la noche los alcanzaba y les daba la señal de que era hora de ir juntos a ese espacio donde lo compartían absolutamente todo.

Con cuidado, le acarició la mejilla con el dorso de la mano, convencido de que estaba enamorado de esa pelirroja loca, consiente de que ella lo estaba de él también y seguro de que no lo admitiría fácilmente.

El tiempo que habían pasado juntos le había ayudado a darse cuenta de algo que ya sospechaba. Roberta escondía algo, algo que le impedía comprometerse, algo que hacía que le temiera a entregarse por completo. Quería desesperadamente saber qué era ese algo, había intentado indagar sobre sus pasadas relaciones, pero cada vez ella había levantado un muro impenetrable que resguardaba aquel secreto traidor, el cual le juzgaba tan en contra.

No quería presionarla, pues sabía que eso solo serviría para alejarla, pero el tiempo se le acababa y no sabía qué sería de ellos cuando él tuviera que volver a la capital, lo cual ocurriría en cuatro días más.

Se había acostumbrado muchísimo a ella, a belleza, su locura, su frescura y su candor. Le costaba pensar en volver a su rutina de nuevo sin ella. Definitivamente no quería dejar de verla y sabía que invitarla a irse con él a la capital podría presuponer un compromiso que la haría sentir presionada, pero tenía que arriesgarse en algún momento. Solo que no sabía cuándo.

Respiró profundo y soltó el aire, tratando de dejar ir sus pensamientos. Lentamente retiró los brazos de alrededor del cuerpo de Roberta y se giró con la intención de levantarse, pero antes de poder lograrlo, sintió como ella se lo impedía. La pelirroja puso una mano sobre su abdomen instándolo a ponerse de espaldas sobre el colchón y enseguida apoyó su cabeza sobre su pecho, enredando una pierna con las suyas.

—No te levantes, aún tengo sueño —dijo con voz adormilada. Se abrazó más a su cintura y se acurrucó.

—Puedes seguir durmiendo, yo iré a buscar el desayuno.

—No —suspiró con los ojos cerrados—, me cuesta dormir sin ti.

Diego sonrió. <<Una pequeña victoria para el hombre>>.

—¿Y cómo le harás cuando me vaya? — le preguntó inocente.

Roberta alzó la cabeza y lo miró.

—Me acostumbraré —replicó con una sonrisa juguetona.

Diego le devolvió la sonrisa, la abrazó y giró en la cama, poniéndola bajo su cuerpo.

—¿Estás segura? —murmuró, rozando su nariz con la de ella de forma seductora.

—Hubo vida antes de usted, doctor.

Un nuevo comenzarWhere stories live. Discover now