Prefacio

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Quién hubiese pensado que el destino se tomaría a broma mi vida incluso después de maldecirme por el color de mi piel. En especial cuando veía que mis semejantes sufrían peores situaciones que yo.

Cuando mataron a mi hermano a golpes en ese día lluvioso por no haber guardado las semillas de trigo a tiempo supe que, hiciese lo que hiciese, nunca sería aceptada en esa sociedad en la cual el prejuicio era la determinante de la vida o muerte de los de mi clase.

El olor putrefacto y agobiante de las cajas de pescado, y de los vómitos de los esclavos que eran el motor del barco me provocaron náuseas, pero recordé que no debía mover un solo dedo para no ser descubierta.

En silencio imploraba que el hambre no rugiera en mi estómago, aunque sería difícil ser escuchada entre los gritos de los pobres hombres que eran azotados para que remaran a pesar de no tener fuerzas. El estruendo del cielo ayudaba en parte a ocultar mi gruñido, pero lastimaba mis oídos.

El repentino choque del barco contra una ola me hizo saltar entre las cajas de gallina que apestaban a humedad mezclada con sus heces. Mi cabeza dio contra una esquina de madera.

-¡Auch! -mascullé pasando mi mano sobre la frente.

Mis dedos tocaron líquido frío; al principio creí que sería la orina o el exremento de las gallinas sobre mi piel, pero la sangre que comenzó a emanar sugería que el golpe fue más fuerte de lo pensado.

-¡Qué fue eso! -gritó la voz de un guardia.

-¡Deja las estúpidas preguntas para otro momento! -respondió el que lanzaba latigazos contra los de piel oscura para instarlos a remar con mayor rapidez.

Me abracé con fuerza, acurrucándome contra la dura madera donde se filtraba el agua y me lamía la espalda. El frío era más soportable que los azotes que recibía por parte de mi amo.

Esta vez, casi me partió la columna cuando me abofeteó y pateó por haber derramado la comida sobre la mesa. Su estúpido bebé tuvo que llorar para empeorar la situación.

Cuando me arrastraron los demás sirvientes para lanzarme como un saco fuera de la casa por órdenes del Señor, creí haberme quebrado un dedo.

No miré atrás cuando salí huyendo sabiendo que si volvía a entrar a esa casa podría terminar muerta por otro error.

Estaba cansada, débil, esquelética y muerta de hambre. Pero más que todo eso junto, tenía odio hacia las personas por el trato que me daban. No tenía la culpa de haber nacido con ese color de piel, no tenía la culpa de que mi madre muriera después de parir a mi hermano menor... él no tuvo la culpa de haber sido más oscuro que yo y que cojeara después de una golpiza que le dio el Señor porque estaba borracho y necesitaba desquitarse con una criatura de ocho años.

De igual manera, estaba convencida de que, en algún momento, todo daría un giro y que mi pasado solo habría sido un escalón difícil de subir para llegar a mi cumbre... a ser importante y resaltar en la sociedad.

O ese era mi pensamiento para tolerar el largo viaje que me conduciría de un continente a otro.

-¡Apúralos! -ordenó el guardia al capataz del barco. -Mi Señor debe llegar hoy a su morada.

Temblé cuando el azote silbó entre tanto bullicio para dar contra la espalda de un esclavo. Este cayó al no poder aguantar y una lluvia de latigazos arremetió contra su cuerpo.

-¡Maldito esclavo! -Rugió el capataz con los ojos en llamas, siguiendo con su castigo.

Entre las rejas de las cajas de las gallinas observaba asustada, con el corazón en carrera, rogando que no me pillaran. Si me veían, aunque sea un dedo o la tela de mi desgastado vestido, terminaría igual que ese pobre esclavo.

Un nuevo renacerWhere stories live. Discover now