Capítulo 1

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La noche tormentosa solo era parte de la bienvenida a esa nueva vida de esclavitud que abría las puertas al cobijo de la mansión del Señor Foster. Cansada y apremiada por el miedo me detuve cuando el carruaje también lo hizo frente a esas imponibles puertas de madera que costaba más que la vida de un esclavo.

Un rayo cayó cerca y los caballos se encabritaron. Mi pulso aumentó y me agaché, cubriéndome la cabeza y sacudiendo mis pies descalzos. Alguien alguna vez me había dicho que podía electrocutarme por un rayo si andaba con los pies desnudos.

-¡Señor! ¡Señor! -se acercó una mujer de color, gritando a los cuatro vientos, embutida en el típico uniforme de camisa, traje, falda y delantal.

-¿Qué es este recibimiento? -regañó el guardia preparando el azote.

Cerré los ojos para no ver, pero el sonido del látigo nunca llegó. El Señor detuvo el ímpetu de su guardia y, por lo que noté, la esclava ya se había preparado para el golpe.

-¿Qué sucede, Clotilde? ¿Qué es este escándalo a medianoche? ¿Dónde está mi coche?

La mujer regordeta se balanceaba con las manos en el pecho, como si clamara al cielo a la vez que comunicaba las noticias.

-Es su esposa, Mi Señor. Está en trabajo de parto así que usaron el coche para traer al médico. Sin embargo, el bebé se rehúsa a nacer.

El Señor Foster apartó a su esclava de un manotazo después de gritar: Desátala y tráela.

El guardia se acercó a mí soltando las gruesas cuerdas amarradas a mis muñecas después de haberme arrastrado con estas detrás del carruaje, para asegurarse de que no me escaparía. Mi piel ya se había roto para ese momento y rastros de la soga se incrustaban en la carne abierta.

-Muévete -ordenó, guiándome hacia la mansión.

Mantuve el rostro bajo, sintiendo el barullo de los demás, evitando por alguna ilógica razón que me vieran. Quería ser invisible ante la novedosa vida a la que me estaban arrastrando.

Tanto movimiento, tanta palabrería, tanta urgencia por un nacimiento. Pensé. Pero cuando nació mi hermano entra la paja y el excremento de las vacas, nadie se había fijado en mi madre, ni mucho menos la ayudaron. Claro, ella era negra.

Entré al cuarto de paredes de flores, candelabros de oro y focos en cada esquina que iluminaban la habitación de una manera celestial. Los muebles refinados y tallados por artistas relucían en cada espacio donde mis ojos descansaban. Y en el centro, la cama más grande que había visto en mi vida, y la primera cama que pude apreciar en mis trece años, puesto que yo trabajaba o en la cocina o en los establos.

Esclavas revoloteaban por la habitación; algunas acomodando toallas y baldes de agua tibia; otras, consolando a la Señora. Al parecer, todos los esclavos eran iguales, no importaba el continente o el país.

-Ayúdalas -mandó el guardia tirándome hacia ella.

La mujer gritó apretando la mano de su esclava y otra se acercó a cubrirle la boca con un nudo de tela. Mi cabeza bailoteó al darme cuenta que el guardia se había ido, cerrando la puerta tras de sí, dejándome sola y aterrada.

Respiré una vez, luego otra, sosteniéndome el brazo. Estaba fría, pero con las manos inesperadamente tibias. ¿Habría mi madre querido tanta atención o eso la habría agobiado más? ¿Podía decir que murió sola o la acompañé hasta su último suspiro?

Lentamente me acerqué a la cama escuchando el griterío en el fondo y centrándome en el rostro enrojecido, bañado por el sudor y el dolor. Tal vez, era una mujer hermosa, de cabellos dorados como el oro y piel blanca como la perla, brillante bajo el sol, y, así, en esa situación, era tal como cualquier otra.

Un nuevo renacerWhere stories live. Discover now