LA BÚSQUEDA DEL SEÑOR HYDE

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Dieron las seis en el campanario de la iglesia tan oportunamente próxima a la vivienda del señor Utterson, y el abogado seguía ahondando en su dilema. Hasta aquel momento lo había enfocado desde un punto de vista exclusivamente intelectual, pero el caso atraía también ahora a su imaginación, o mejor dicho la esclavizaba, y mientras él se rebullía entre las tinieblas de la noche y las cortinas de su dormitorio, el relato del señor Enfield se desplegó ante sus ojos como una secuencia de imágenes iluminadas. Veía el amplio paisaje de farolas de una ciudad en la noche; luego a un hombre que andaba deprisa; luego a una niña que volvía corriendo de casa del médico; y luego los veía chocar: el Juggernaut humano pisoteaba a la pequeña tirada en el suelo y seguía adelante, ajeno a sus gritos. O veía el dormitorio de una casa suntuosa en el que su amigo estaba dormido, soñando y sonriendo en sueños; entonces la puerta del dormitorio se abría, las cortinas de la cama se separaban, alguien llamaba al hombre que dormía y, ¡zas!, a su lado aparecía una figura que tenía poder sobre él, e incluso a esa hora de la noche su amigo tenía que levantarse y obedecer sus órdenes. La figura en cuestión obsesionó al abogado toda la noche y, si en algún momento llegó a adormilarse, fue para ver cómo se deslizaba más furtivamente entre casas dormidas o se movía cada vez más deprisa, hasta cobrar una velocidad vertiginosa, por más amplios laberintos de la ciudad a la luz de las farolas; y en cada esquina de cada calle, arrollaba a una niña y huía, dejándola con sus gritos. Pese a todo, la figura no tenía un rostro reconocible. Incluso en sus sueños no tenía rostro, ni siquiera una cara que le causara perplejidad al derretirse delante de sus ojos, y fue así como en el cerebro del abogado surgió y fue creciendo poco a poco una curiosidad singularmente intensa, casi desmesurada, por contemplar las facciones del verdadero Hyde. Si pudiera verlo, aunque fuera una sola vez, creía que el misterio se aclararía, incluso se desvelaría por completo, como es costumbre de las cosas misteriosas cuando se examinan con atención. Tal vez viera la razón que explicase la extraña predilección de su amigo o su esclavitud (llámese como se quiera) y hasta las sorprendentes cláusulas del testamento. Además, como mínimo valía la pena ver esa cara: la de un hombre sin entrañas, sin piedad; una cara a la que le bastaba con aparecer en la imaginación del nada impresionable Enfield para suscitar un odio imperecedero.

A raíz de aquel día, el señor Utterson empezó a rondar la puerta de la bocacalle de las tiendas. Por la mañana, antes del horario laboral, a mediodía, cuando abundaba el trabajo y escaseaba el tiempo, de noche, bajo la mirada de la luna velada por la niebla: con cualquier luz y a cualquier hora, ya estuviera la calle solitaria o concurrida, se veía al abogado en su puesto de vigilancia.

«Si se escabulle como un ratón, yo lo perseguiré como un gato», se decía el señor Utterson.

Y por fin su paciencia se vio recompensada. Fue una noche de cielo raso y aire gélido; las calles limpias como el suelo de un salón de baile; las farolas inmóviles, pues no soplaba ni una pizca de viento, componían un dibujo regular de luces y sombras. A eso de las diez, cuando las tiendas ya habían echado el cierre, la bocacalle se quedaba muy solitaria y también, a pesar de que el murmullo de Londres llegaba de todas partes, muy silenciosa. Hasta el más leve ruido llegaba muy lejos; lo que se hacía en una casa se oía claramente al otro lado de la calle, y el rumor de unos pasos precedía notablemente la aparición de cualquier peatón. El señor Utterson llevaba unos minutos en su puesto cuando se percató de unas pisadas extrañas y ligeras que se acercaban. En el curso de sus rondas nocturnas se había acostumbrado desde hacía mucho tiempo al singular efecto con que los pasos de una sola persona, aun encontrándose todavía muy lejos, se desprenden de pronto del runrún y el bullicio de la ciudad. Nunca, sin embargo, un ruido había acaparado su atención de una forma tan nítida y decisiva, y fue así como, animado por un intenso y supersticioso presentimiento de éxito, se escondió en la entrada del patio.

Las pisadas se aproximaban muy deprisa y resonaron de repente mucho más fuertes al torcer en la esquina de la calle. Asomándose desde la entrada del patio, el abogado no tardó en saber con qué clase de individuo tenía que vérselas. No era alto y vestía con mucha sencillez, pero incluso a aquella distancia había algo en él que desagradó profundamente a quien lo vigilaba. Fue derecho a la puerta, cruzando la calle para ahorrar tiempo, y según se acercaba sacó una llave del bolsillo como quien llega a casa.

El señor Utterson salió de su escondite y le tocó en un hombro cuando pasó a su lado.

—El señor Hyde, supongo —dijo.

El señor Hyde se encogió, a la vez que cogía aire entre dientes. Su temor, no obstante, apenas duró un momento y, aunque no miró al abogado a la cara, respondió con bastante serenidad:

—Así me llamo. ¿Qué quiere?

—Veo que se dispone usted a entrar —contestó el abogado—. Soy un antiguo amigo del doctor Jekyll, Utterson, de la calle Gaunt. Seguro que habrá oído usted hablar de mí. Y, al verlo llegar tan oportunamente, he pensado que tal vez me permitiría usted entrar.

—No lo encontrará. El doctor Jekyll no está —replicó el señor Hyde introduciendo la llave en la cerradura. Y con repentina brusquedad, pero sin levantar la mirada, añadió—: ¿Cómo me ha conocido?

—¿Me haría usted un favor? —dijo el señor Utterson.

—Con mucho gusto —respondió el señor Hyde—. ¿De qué se trata?

—¿Me permite que le vea la cara? —preguntó el abogado.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora