Capítulo I: «El viejo Callahan»

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«¿Alguna vez...?», pensaba aquel hombre viejo y exhausto apoyando los codos sobre su escritorio, que observaba al ocaso inminente que con delicadez, junto a sus cálidos rayos, se asomaba por el ventanal a su izquierda de la oficina; su gigantesco y rojizo astro que parecía escurrirse y deslizarse entre las nubes le resultaba apacible. «¿Alguna vez llegué a imaginarme a mí mismo en este lugar? ¿En este puesto o en esta empresa? ¿Con este bodrio de mundo que me rodea? ¿Con este mar de problemas que no me deja existir? ¿Alguna vez me imaginé... que yo acabaría así...?»

Ese pobre viejo suspiraba con arrogancia nada más en debatirse sobre aquello, y aun cuando sus murmullos confusos iban acompañados de un muy ligero remordimiento, lo reprochaba y aborrecía todo: el simple hecho de estar ahí, el estar como estaba; decrépito, cansado y apurado; el extenuante ruido de las maquinarias de la fábrica que azotaban sus nervios y el incesante temblor en sus manos: que le hacía desesperar cuando una actividad tan cotidiana como lo era beber una taza de café parecía ser imposible cuando el líquido revoloteaba por doquier y le quemaba las manos. Se impacientaba y cada vez su alrededor, estuviese donde estuviese, le resultaba más asfixiante.
Aquel sitio, aquel establecimiento, era la sede de la compañía Callahan Industries, creadora y distribuidora de los mejores dulces y golosinas de todo el Reino Unido: los caramelos y chocolates Callahan's. Llevando la batuta y portando el estandarte de la industria de dulces, la abreviada: «Callahan Inc.» era la más reconocida productora de golosinas a lo largo y ancho de toda Inglaterra. Teniendo su principal -aunque único- edificio en Londres, no muy lejos del centro de la ciudad, el núcleo de aquella majestuosa empresa se descubría imponente.
El edificio combinaba oficinas y fábrica siendo el primer segmento el que daba entrada al edificio; luego de este, a lo largo de casi toda una cuadra, se extendía la fábrica de dulces: donde se trabajaba día y noche en los nuevos productos de la empresa así como perfeccionar los ya conocidos. Yendo desde barras de chocolate y nueces hasta simples caramelos de bolsillo con una amplia gama de sabores, los Callahan's agradaban incluso a los más grandes como a los más chicos, protagonizando los anaqueles en la capital inglesa. Sus productos eran vendidos a cientos de miles de personas al año, poseyendo la empresa así un alto valor industrial y poder económico. Si el hijo no merendaba su barra de chocolate negro Callahan de la Silver Edition, que mezclaba su ingrediente principal con trozos pequeños de nuez de avellana, lo hacía el padre, para apaciguar las longevas jornadas de trabajo; o la madre y el abuelo, cuando simplemente se querían servir un delicioso capricho. Todos comían y consumían los insumos de la gran Callahan. Su gloria no se podía subestimar.
Y aun cuando parte de eso, la mitad de ese poderío, fama y autoridad le pertenecían por derecho propio, no se sentía completo ni agradecido; se sentía vacío, amargado, triste... Responsable quizá de una carga que él no quería tener.

El terco anciano zapateaba su pie izquierdo contra el piso múltiples veces desesperado, mientras lanzaba fugaces y despectivas miradas a su reloj de péndulo junto a los archiveros de su derecha; un hormigueo se presentaba recorriendo su espalda como una sensación de molestia indescriptible, que se clavaba y se colgaba con un peso monstruoso sobre su espalda. Quería salir, quería irse, no quería seguir existiendo en un ambiente tan sofocante... Solo quería escuchar aquel ruido agudo y estruendoso que retumbaba por todo el edificio: el reverberante cántico que marcaba el final del día.
Ese sonido, ese repunte de esperanza lo conocía perfectamente; pocas cosas en el día le hacían sentir libre así como aquello. No hacía falta imaginárselo, se lo sabía. Pero de entre todos los bullicios con los que podía relacionar un simple timbre de salida, algo así como una sirena, una campanada... -vamos, que aquel viejo cascarrabias podía aceptar incluso un número musical que le dijese que ya se podía ir-, apareció en la escena un golpeteo tosco en la puerta de su oficina en frente suyo, lo suficientemente retumbante como para hacerle brincar de la silla del susto. Pero cuando aquel rostro familiar se asomó por la puerta, solo deseó haberse muerto con ese susto...

Háblale a mi tumbaWhere stories live. Discover now