Epílogo

19 7 0
                                    


Siempre resulta impresionante ver de qué es capaz la consciencia.
Sobre todo, quizá sea un término mal entendido por lo mayoría.

¿Qué es la consciencia?

La consciencia es algo más que simplemente tu voz de la razón: es tu juez, tu jurado y tu verdugo. Es la fábrica en donde se construyen las emociones y la mayoría de las decisiones. Pero lo clave está en eso: la mayoría. Pues, muchas decisiones que toman las personas se rigen por demás factores, factores ajenos a la consciencia; lógica, sentimientos, miedo, amor... Pero la consciencia es el titiritero, es al final quien saca las facturas. Podrás sentir cariño, terror o confusión, pero la consciencia siempre buscará hacerte ver dónde estás parado. Es el mecanismo autosuficiente que se emplea para cuestionarte a ti mismo. «¿Qué he hecho?» «¿Por qué sucede esto?» «¿Esto es por mí?» «¿Yo tengo la culpa...?»
No hay ninguna prueba más verosímil, más palpable, más pura, más inocente, más real que la culpa.

La culpa es el final y el comienzo a la misma vez, es, muchas veces, lo único que sirve como espejo para vernos a nosotros mismos; para ver hasta dónde hemos llegado. Por qué y por quién.

La consciencia es algo más que simplemente tu voz de la razón: es tu alma, tu mente. Lo que en realidad nos llega a deprimir es comprender que tu alma llega a conspirar a tus espaldas...

Pero... ¿Qué más nos hará entrar en razón? ¿Qué más nos puede hacer entender? ¿Qué más nos puede marcar un alto y hacernos ver lo que estamos haciendo y lo que ello ha conllevado? ¿Qué más nos hará sentir culpa? ¿Qué más nos hará aprender... si no es la consciencia...?

Por otro lado, no hay nada más hermoso que la familia.
La familia es amor, la familia es cariño. La familia es la única cabaña disponible en el invernado, frío y cruel bosque que es la realidad, donde siempre podrás llegar y encontrar una hoguera cálida con la que refugiarte de todos tus problemas.
Cuando todos nosotros nacemos, nadie escoge dónde o con quién vivir. Menos aún cómo vivir. Pero conforme pasan los años, que afrentamos un mar sin fin de adversidades, calumnias, injusticias y reproches, podemos llegar a sentirnos solos; perdidos; exiliado de todo y todos que alguna vez nos rodearon. Y es como... como si el mundo te apartase de la existencia misma.
Pero al final, siempre hallamos el camino de vuelta y lo hacemos siendo mejores, más capaces, audaces, lógicos, precavidos, sabios, confiados y por último pero no menos importante: conscientes. Y muchas veces solemos conseguir la luz entre la penumbra gracias al único brillo que siempre te acompaña y que su fulgor es tan grande e incandescente que jamás se apaga, sin importar en absoluto qué hagas.
Y ese destello cálido de protección es la familia. El término trascendente que abarca más que simplemente en qué seno naces, sino con quiénes te crías, compartes, vives y confías.

Aquel anciano sufrió y vivió lo impronunciable para comprender lo que le rodeaba, pero al final, lo hizo. Distinguió y abrazó con aceptación el peso de ambas cosas. Entendió que el poder de la consciencia es una corriente de aguas rápidas a la que no se debe retar y percibió la tierna necedad de la familia por no abandonarte nunca. Debía rendir tributo a esas dos cosas que tanto sopesaron en su vida.

Días habían pasado desde entonces, quizá semanas, ese viejo no lo sabía con exactitud ni precisión; posiblemente no se quería acordar. Pero las cosas habían cambiado para él. Por fin luego de años en la penumbra de su propia consciencia y su propia culpa, por fin veía la luz. ¿Había estado equivocado? ¿Sería posible haberlo evitado? No lo sabía y quizá nunca lo supiese, pero si algo había aprendido, es que estuvo mal y que debía arreglarlo. Y ya lo había hecho.
Nolan Callahan vivió con celos y arrogancia: una soberbia pueril que servía de muralla casi impenetrable para lo que serían sus sentimientos y su consciencia. Siempre vio que sentirse culpable o quizá entristecerse por un hecho era inútil, pero cuando por fin se vio frente a frente con su consciencia pudo comprenderlo. Pasó años acumulando un odio febril contra su hermano Carl y a pesar de todo aquello, el día en que falleció, le hizo la promesa de que simplemente, le hablaría a su tumba. Huyó de su deber creyendo que no le debía nada, pero no era así: le debía más de lo que jamás pudo tener. Cuando por fin cumplió su promesa, pudo aceptar a su consciencia.
Creyó que la sombra imponente del prestigio de su hermano se cernía sobre él, impidiéndole tomar iniciativas o tan solo mérito propio. Pensó que su vida había sido menospreciada y encasillada en trivialidades del tamaño de una celda de prisión. Fue difícil para él aceptar que lo que siempre tuvo era más de lo que siempre soñó, porque su orgullo cual centinela de bronce jugaba el supuesto papel de defender su dignidad, cuando en realidad lo que llevaba a cabo era un farol para hacerle sucumbir. Ese guardián y vocero de las desgracias lo logró, pero Nolan ahora estaba más alto de lo que jamás imaginó que llegaría.
Ya había enmendado sus errores, quizá ya se había redimido. Ya había enfrentado sus temores y a su propio orgullo y pudo al final arreglar el presente de las penurias del pasado, todo para asegurar el futuro. Pero lo que ese día le llevaba a dónde su epifanía comenzó era tan sencillo como que se había disculpado y había agradecido a todos los que le rodeaban, menos a la persona que lo ayudó en todo a lo largo y ancho de su vida. Su hermano Carl Callahan.

Háblale a mi tumbaWhere stories live. Discover now