SEGUNDA PARTE: 10: El Gran Mar Océano

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Venus 18, Ciclo 1874, Latitud 7°, 10', 45"; Longitud -90°, 24', 30"

Rumbo Desconocido

El sonido de las olas fue lo primero que Edward del Mar recordaría muchos ciclos después, junto con el sabor de la sal en la boca y el escozor de las heridas que tenía en la espalda, los muslos y los brazos. La luz de la luna se reflejaba sobre las olas, pero no pudo ver nada hasta que uno de los enormes barcos que estaban cerca de él pasó a su lado y echó la luz del reflector sobre él. Quienes fueran que estaban ahí se dedicaban a arponear los cadáveres que flotaban a su alrededor para subirlos a las naves, quitarles lo que tuvieran de valor y echarlos nuevamente al agua. La imagen del suelo del Bombardier despedazándose bajo sus pies reapareció ante sus ojos, y con ella volvió el dolor de cabeza que lo perseguía desde que escuchó los primeros disparos.

Las olas lo sacudieron de un lado a otro. Estaba seguro de que había vomitado al menos una vez, pero lo que le preocupaba en ese instante eran los arpones. Tenía tres opciones, y una de esas era sólo un poco menos terrible que las otras dos. La primera, morir ahogado cuando los brazos eventualmente se cansaran o cuando el hambre lo hiciera ceder como lo había hecho antes en la mina; la segunda, morir atravesado por un arpón, y la tercera, ser arrastrado a los calabozos de alguno de los barcos. Cuando los trolls que estaban lanzando las picas para subir los cadáveres se acercaron a él, empezó a gritar. Gritó y gritó, hasta que el agua le llenó los pulmones y alguien en la cubierta le gritó a otra persona que le gritó a otra y esa última le arrojó una cuerda para que se sujetara. Dudó por un momento, pero era eso o esperar a que le clavaran una lanza en la espalda y lo levantaran para saquearlo. Tan pronto como se sujetó, un tirón, el más fuerte que había sentido jamás, lo sacó del agua casi de inmediato. En cuanto vio al troll, se quedó petrificado. Medía poco más de cinco metros y tenía el cuerpo lleno de tatuajes; en Nantucket les decían salvajes, y ahora entendía por qué.

— Aquí hay uno vivo, Abe. Un regalo más de Olokun. — El troll se lo acercó a la cara tanto que casi le saca un ojo con uno de sus colmillos, lo olió y lo arrojó a la cubierta. Antes de que pudiera reaccionar, le puso el pie encima. — Trae una espada, capitán. — El troll acercó su enorme rostro a Edward y lo olisqueó. En vez de gritar, le susurró algo que casi hace que se orine. — Conozco tu olor, ọmọdekunrin. — Los trolls no olvidan, le dijo su abuelo hacía ya mucho tiempo. — Subiste al Omeberé. Olokun tiene humor, chiquillo.

El troll le arrancó el Filo del Mar de un tirón y lo agarró de una pierna. Intentó zafarse. Los dedos del troll no se movieron. Pudo ver la pupila alargada y negra del troll mirándolo. Éste esbozó una sonrisa, lo apretó más y siguió caminando. La sangre se le iba rápidamente a la cabeza, hasta que lo arrojaron al piso de la enfermería. El troll dijo algo que no entendió, algo en su pesado acento yoruba, y regresó a la cubierta. Alcanzó a ver, gracias a la luz de los reflectores externos, que tomaba un arpón y seguía pescando cuerpos con la espada colgada en uno de sus colmillos. Un par de gnomos se acercó rápidamente a él, le colocaron un trapo en la cara y Edward del Mar volvió a quedarse dormido.

"Puedes ver la madera aceitada. Te han dicho que sirve para que el agua no atraviese la superficie de los tablones y los pudra por dentro. Arriba, más arriba, casi rozando las nubes, se pueden ver las orillas de la cubierta, aunque para ti aparece como una curvatura hasta el infinito. La curva se ha vuelto el horizonte, y antes de que puedas hacer algo, caes de lado, hacia las tablas cubiertas de brea. La ropa que te dio tu abuelo, un overol de lino, terminará ennegrecido, cada vez más sucio, cada vez más parecido al horizonte sin estrellas detrás de la madera. Caminas hacia la cubierta y te das cuenta de que tenías razón: el lado de estribor se alarga dos pasos por cada uno que das. El muelle detrás de ti desapareció, se lo tragó el mar. Las aguas están en paz, se asemejan a un muro, como sostenidas por una pared que no puedes ver; una muralla detenida por tu abuelo, el viejo Mugol. Tu corazón se llena de alegría, te revienta el pecho saber que está una vez más junto a ti, corres hacia él, pero si había algo sosteniendo todo el peso del océano, se acaba de reventar. El mar cae sobre ustedes como una avalancha, de lo más alto a lo más bajo. Tu abuelo se queda de pie, te mira y sus ojos te llenan de terror. Está decepcionado. El agua cae sobre ti y revienta la madera a tus pies, pero no te mueve a ti. Mug te mira una vez más y te da la espalda. Te das cuenta de que puedes moverte bajo la oscuridad del mar, que tus pies pesan más que el mundo, y que eso te llevo a las profundidades del océano. Caminas, no caminas, tus piernas se transformaron en la cola de un pez, nadas hacia donde estuvo Mugol, pero no hay nadie ya. Estás solo y a oscuras, ahora estás dentro del barco, el Omeberé, y el olor de la muerte te agarra por la espalda con sus manos de aire. La oscuridad se levanta y ves tan claro como si el sol mismo hubiera entrado al fondo del mar. La muerte te abraza mientras un monstruo se acerca a ti. Te tiene inmovilizado. Los ojos del troll te atraviesan, toma un arpón y te clava la cola de pez al piso. No sientes nada, no son tus piernas, el aguijón sube y baja una y otra vez, sigues sin poder moverte y la sangre llena los pasillos."

La Sombra del LeviatánWhere stories live. Discover now