VII.

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–Si piensa sorprenderme, la mataré –exclamó el joven príncipe dando otro paso en la oscuridad. A pesar de ser una noche clara, esa parte del jardín estaba llena de arbustos y él se sentía vigilado–. ¿Me ha escuchado? ¡No trate de jugar conmigo! ¡Aparezca!

–¿Es una orden, majestad? –escuchó la voz burlona de la joven guerrera, quien sin levantarse habló y extendió la mano, para que la localizara–. Aquí, mi señor.

Él avanzó hasta ella a regañadientes, maldiciendo por lo bajo la locura que lo había poseído para acudir a este encuentro. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué importaba si no cumplía su palabra, la que ni siquiera había dado en realidad? Era absurdo, no tenía por qué hacerlo... pero lo había hecho.

–Sabía que vendría –cuando lo tuvo frente a ella, finalmente se incorporó–. Bien, es hora entonces.

–¿Hora? ¿Qué está diciendo?

–¿Qué más, Majestad? Hora de marcharnos.

–¿Marcharnos? ¿Está...? ¿Es esto un secuestro?

–¿Qué? ¡No! ¿Qué quiere decir?

Él respiró aliviado. Por un momento había pensado que, de entre las sombras, aparecerían cómplices de ella para llevarlo lejos mientras pedían un rescate por él.

–¿Por qué ha venido si teme que esto sea un secuestro?

–En realidad, no había pensado esa posibilidad –reconoció, avergonzado de su propia torpeza e ingenuidad.

–No se culpe, no luzco intimidante –dijo ella, acariciando su armadura. Él la miró, dudoso, para él lucía bastante peligrosa, con esa espada en la que siempre se apoyaba con facilidad, casi casualmente–. Si lo secuestrara, ¿su familia pagaría un rescate?

–¿Qué?

–Bueno, sé que quizá suene ofensivo siquiera preguntarlo, pero ¿está seguro de que lo harían?

–¡Por supuesto que sí! ¿Cómo podrían no hacerlo? Apenas notaran mi ausencia, ellos...

–¿Y cuándo sería eso, majestad? –completó la joven guerrera lo que él no había continuado al notar que, quizá, no lo harían. Y no, no porque no lo quisieran, sino porque quizá ni siquiera notarían que no estaba, que su ausencia se debía a algo más que su perpetua permanencia en la torre. Que su encierro había dejado de ser voluntario y que ahora estaba lejos. Nadie lo sabría, ¿a alguien le importaría? ¿Realmente?–. ¿Cuándo fue la última vez que alguien lo visitó? ¿Que lo instó a salir? ¿A vivir?

–¿A vivir? –repitió él, negando lentamente. Él no...–. No estoy atrapado. Puedo hacer lo que quiera. Puedo ir a ellos.

–¿Y por qué no lo hace? ¿Por qué no ha acudido en su búsqueda? ¿Sabe acaso lo que pasa en el reino?

–Sí.

–No. Alguien que solo lo ha escuchado, que no lo vive, no lo sabe.

–Entonces, ¿qué debería hacer según usted?

–Muy sencillo, su majestad –la joven guerrera señaló a su alrededor– deje que el mundo llegue a usted, que las almenas no sean el límite, ni siquiera que lo sean las murallas del Castillo... más allá del pueblo, más allá de la montaña y atravesando el mar... hay todo un mundo que recorrer –ella lo miró, divertida ante el horror en sus ojos– pero, como esto puede ser abrumador, solo le pediré algo sencillo para iniciar.

Érase una vez... una tarde de lluvia y caféWhere stories live. Discover now