Capítulo 1

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El sol asomaba perezosamente tras las cimas del Monte Oricalco, bañando el valle de la Fortaleza con una pálida y gélida luz invernal. Édrik sentía el frío calándole los huesos como un cincel contra la roca. La fina y desastrada túnica que lo cubría lo abrigaba lo justo y necesario para que no muriera de frío, nada más. Ya estaba acostumbrado; del mismo modo que las plantas de sus pies, duras como el cuero, se habían habituado a recorrer descalzas los patios, pasillos y galerías de la Fortaleza.

Aquel día inició igual que todos los demás. Édrik despertó antes del alba, urgido por el puntapié con el que uno de los instructores le sacudió las costillas.

—¡Arriba, niñitas! ¡Todos al patio a bañarse, hace un hermoso día!

Édrik y el resto de los aprendices avanzaron en silencio hacia el centro del patio, donde una hilera de cubos de agua los aguardaba. Por encima de sus cabezas, casi encuadrado entre las tres gigantescas torres y los muros, el cielo adquiría poco a poco un tinte rosáceo. Édrik se quitó la túnica, vertiendo el cubo de agua helada sobre su cabeza. Algunos, los que menos tiempo llevaban allí, chillaban o lloraban al empaparse. Édrik sabía que eso era un error.

Lo había aprendido a la fuerza.

Los instructores se paseaban entre los aprendices, propinando varazos en espaldas, piernas y manos a cualquiera que osara quejarse. Édrik era muy consciente de lo que golpes como esos, con temperaturas tan bajas, podían hacerle a uno. Observó a un chiquillo de unos siete años que sacudía desesperado las manos, negras e hinchadas como morcillas. Había llegado hacía apenas unas lunas, y todavía no había aprendido, o era incapaz de hacerlo. Les sucedía a muchos. Édrik, en cambio, ya llevaba el tiempo suficiente allí como para saber que aquel niño tenía los días contados. Había intentado advertirle, ayudarlo, siempre a escondidas de los instructores, pero algunos simplemente carecían de la fuerza necesaria. Édrik suplicaba que no fuera su caso. Suplicaba que la fuerza de voluntad que lo había mantenido con vida hasta ese momento permaneciera firme durante los años que aún le quedaban. Debía terminar el entrenamiento. Era la única forma de salir de allí con vida.

—¡Firme!

Un varazo restalló contra su hombro, sacudiéndole el cuerpo de los pies a la cabeza. Édrik se mordió el labio hasta hacerse sangre, pero no gritó, ni siquiera se movió. Mantuvo la boca cerrada, maldiciéndose a gritos por dentro. El agua estaba tan gélida que se había encorvado un poco, sucumbiendo a los escalofríos. Había sido un error... y no era el primero que cometía esa semana.

Miró de reojo hacia la Torre de Acero, la más baja de las tres colosales estructuras en torno a las cuales crecía el castillo. Allí se alojaban los miembros de pleno derecho del Sindicato, guerreros de tercera, segunda y primera orden. Cada año, cuando el Consejo daba inicio, los acólitos contemplaban con una mezcla de admiración y envidia a los héroes que retornaban a la Fortaleza. Hágnar el Rojo, Wex el Juglar, Jenna, Theron Rompehierro, Hagen, Bran el Tuerto, Cadwyn el Blanco... Aiden Caracortada.

—¡En marcha, señoritas! —Uller el Amargo, uno de los instructores en turno, alzó un puño en el aire—. ¡A trabajar! ¡Los quiero a todos secos y listos en un minuto!

Édrik se secó lo mejor que pudo con los ásperos trapos a sus pies, calzándose nuevamente la túnica. Echó un último vistazo por encima del hombro a la torre antes de encaminarse hacia el Círculo Sangriento. La vista de aquel lugar lo aterraba. Era un patio oval oscuro y enorme, de grandes adoquines de piedra que a cualquiera le podrían haber parecido negros bajo la luz matutina, pero Édrik sabía que no era así. Eran rojos, un rojo oscuro y siniestro producto de innumerables duelos, prácticas, torturas y ejecuciones.

Observó uno de los muchos postes a un lado, distribuidos a intervalos regulares a lo ancho del círculo. Manchas de una sangre más roja y brillante, más nueva, cubrían el poste hasta un metro y medio de altura.

Crónicas de Kenorland - Relato 9: DesafíosWhere stories live. Discover now