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Tras empaquetar sus cosas y contratar una empresa de transportes internacionales, Mónica regresó a Madrid sin mirar atrás y completamente rota de dolor.
Sus padres se encargaron de reservarle el billete de avión.A pesar de las súplicas de Vanesa pidiéndole que se quedara con ella, de nuevo apostó por la opción más fácil.
Consciente del daño que le estaba causando pero incapaz de hacer lo contrario, Mónica abandonó la ciudad sin despedirse de ella.Le hubiera resultado imposible hacerlo.
Al despegar se sintió sucia y vacía, pero sabía que ese era el precio que debía pagar por seguir los pasos impuestos por sus padres, por someterse a ellos sin plantarles cara.Era una cobarde y debía aprender a convivir con ello.Lloró durante todo el vuelo a «casa» pensando en el dolor tan injusto que una vez más le estaba causando a Vanesa.En el aeropuerto, sus padres la esperaban con aparente alegría.En el fondo no entendía por qué la querían cerca si en los dos años que había pasado en Londres habían evitado visitarla con la excusa de estar muy ocupados, por lo menos para ella, su propia hija. Mónica cargó sus cosas en el maletero del coche de su padre y subió al asiento trasero en un estado hipnótico, como si todo lo que sucedía a su alrededor no fuese con ella.Sus padres achacaron el silencio y la apatía de Mónica al cansancio del viaje y a que posiblemente la noche anterior habría salido para despedirse de sus amigos londinenses.Ignoraban con quién había pasado las últimas semanas su hija, porque de ser así no se habrían molestado en pedirle que volviera. Mónica sabía que hasta para eso había sido una completa cobarde, y esta vez ni siquiera había intentado hacerles entrar en razón porque conocía la respuesta.
Durante el camino al frío y emocionalmente vacío hogar familiar, Mónica revisó varias veces su teléfono esperando recibir un mensaje de Vanesa que la animara a dar media vuelta, pero solo llegó un enorme silencio por su parte.Sabía que no podía reprocharle nada teniendo en cuenta que era ella quien se había ido sin decirle adiós, sin darle opciones, así que permaneció callada hasta que llegaron.
Mónica entró con sus maletas y saludó a Rosa, la única que parecía alegrarse realmente de verla y que la había llamado y escrito regularmente para saber cómo estaba.La mujer le dio un fuerte abrazo que casi la hace romper a llorar y le dijo también emocionada que le había preparado una comida especial con los platos que sabía que habría echado de menos en Londres.Para no hacerle un feo, Mónica se aseó un poco y se sentó en la mesa con sus padres.Enseguida sintió rabia hacia ellos al ver que todo seguía igual, que eran capaces de comer en el silencio más absoluto y que, a pesar de haber estado tanto tiempo fuera, no parecían demasiado interesados en ella o en lo que hubiera vivido.Lo peor de todo era que había renunciado a Vanesa por esto y por lo que le esperaba en los días siguientes.
Mónica probó todo lo que Rosa había pensado y cocinado con tanto cariño:tortilla de patatas, pan con tomate, almejas a la marinera, gambas al ajillo, el queso manchego viejo que tanto le gustaba, jamón ibérico y sus deliciosas croquetas.Imaginó que Rosa habría logrado convencer a su madre de que por una vez hicieran algo diferente y esbozó una leve sonrisa valorando el bonito detalle.Al ver lo hambrienta que estaba, se dio cuenta de que llevaba días sin apenas comer. Eso le recordó el dolor que sintió cuando tuvo que decirle a Vanesa que sus padres le habían pedido que volviera a casa y que lo iba a hacer.Recordó las lágrimas, las súplicas, los abrazos, la desesperación de ambas y la espalda de Vanesa al salir por la puerta de su apartamento.Esa imagen le cerró el estómago de nuevo, así que felicitó a la cocinera, se excusó alegando cansancio y por fin hizo lo que había deseado hacer desde su llegada:encerrarse en su habitación.
Al entrar, enseguida vio que todo estaba tal y como lo recordaba.Colocó su equipaje junto al armario y se acercó al escritorio, donde sus padres le habían dejado un montón de regalos que pretendían compensar todas las fechas señaladas que ni se habían molestado en celebrar con ella.Sintió la tentación de tirarlo todo por la ventana o de salir y devolvérselo aclarándoles que eso no compensaba sus carencias, pero estaba demasiado agotada como para enfrentarse a ellos.Sabía que en el fondo eso implicaría tener que confesarles algo que, aunque era su verdad y la mejor parte de su vida, pondría en peligro el futuro por el que tanto había trabajado.
Sin deshacer las maletas y sin fuerzas para ducharse, se metió en la cama y se durmió sintiendo el calor de sus lágrimas deslizándose incesantemente por sus mejillas.
Mónica no fue muy consciente de lo que ocurrió los siguientes días.Esta vez no pudo evitar caer en una fuerte depresión, pero solo ella lo sabía porque hizo grandes esfuerzos para ocultarlo.Dormía mal y poco, comía solo cuando sus padres estaban delante para ahorrarse explicaciones, lloraba por todo cuando nadie la veía, tenía fuertes crisis de ansiedad que calmaba con las más que conocidas pastillas que tiempo atrás le recetó el médico al que se negaba a volver a ver, y era incapaz de dejar de pensar en Vanesa.¿Qué estaría haciendo?¿La perdonaría algún día?¿Volverían a verse?Estas preguntas la torturaban, y en más de una ocasión se planteó acabar con todo.Pero incluso para eso fue demasiado cobarde.
Sus padres, ajenos a su dolor, cumplieron con su palabra y le regalaron un piso en la zona alta de Madrid, el barrio en el que Mónica se había criado.Ni siquiera en eso opuso resistencia.Aceptó el piso elegido por su madre, que ni por un momento imaginó que su hija hubiera preferido vivir en el casco antiguo de la ciudad.Con las llaves en la mano, lo único que reconfortó a Mónica fue la idea de no compartir techo con ellos.La impaciencia por alejarse de sus padres y tener una cierta independencia hizo que sacara fuerzas de donde no las tenía para empaquetar sus cosas y organizar la mudanza.
Aprovechó lo que quedaba del verano para arreglar el piso, y por lo menos tuvo el valor de decirle a su madre que quería decorarlo a su gusto.Con la tarjeta de crédito que la unía a su familia más que cualquier otro vínculo, compró lo imprescindible para poder instalarse antes de empezar a trabajar a primeros de septiembre.Su padre parecía muy ilusionado con su incorporación e incluso le regaló un maletín con sus iniciales, pero Monica sabía que de lo que realmente se alegraba era de haber conseguido que su hija siguiera sus pasos, o mejor dicho, sus órdenes.Por suerte quedaban algunos días antes de tener que cruzar la puerta del bufete, así que Mónica dedicó sus pocas energías a su nueva vivienda.No compró demasiadas cosas porque nada la inspiraba y sabía que tendría tiempo de decorarla más adelante, aunque solía pasar horas allí para alejarse de todo.
Rosa anunció que creía que le había llegado la hora de jubilarse y, aunque sus padres intentaron convencerla egoístamente de que siguiera con ellos porque sabían que no encontrarían a nadie con la experiencia y la paciencia de la mujer que se había ocupado de todo con absoluta discreción, Mónica se alegró por ella y quiso hacerle algo especial para despedirla.No necesitaron hablarlo porque se conocían demasiado para que hiciera falta hacerlo, pero ambas sabían que Rosa no se había jubilado antes para cuidar de ella y que con su independencia llegaba también la de la sirvienta.
La tarde antes de abandonar la casa donde habían convivido durante tantos años, Mónica se acercó a su habitación y le regaló un precioso colgante de plata en el que había hecho grabar las iniciales de las dos.Rosa, que sabía más de lo que Mónica imaginaba, la abrazó  emocionada y con lágrimas en los ojos le pidió que le prometiera que sería feliz, y ella lloró al pensar que no podría cumplir con su palabra.
El día de la mudanza, sus padres no le hicieron ninguna despedida especial —tampoco la esperaba—.Al salir de la habitación en la que tantas cosas había vivido lo único que le dolió fue el recuerdo del tiempo que compartió allí con Vanesa.
Esa noche la pasó en su nuevo piso, donde los pocos muebles sin colocar y las cajas por abrir se acumulaban en un rincón del comedor.Ni siquiera había tenido ganas de organizar sus cosas, así que cogió el colchón que estaba todavía por estrenar, lo dejó caer al suelo y, tras apartarle el plástico que lo cubría, se sentó encima.Mirando a su alrededor, Mónica se sintió completamente perdida.No reconocía el espacio y le faltaba el motor de su vida, su ancla, le faltaba Vanesa.Y, justo cuando pensaba en ella, descubrió entre los paquetes la caja que guardaba su tesoro más preciado:los adornos de la Navidad que vivieron juntas.Buscando sentirla más cerca, abrió la caja y viajó a esos días felices en los que ingenuamente creyó que nada podría separarlas, y lloró con la amargura de saber lo equivocada que estaba entonces.Después, con la mirada perdida en una de las paredes desnudas, dejó pasar el tiempo con la mente bloqueada, completamente en blanco.Al amanecer, todavía sin dormirse, por fin lo comprendió:esa sensación de tristeza que la ahogaba era lo que le deparaba un futuro sin ella.Esta vez ni siquiera lloró ante tal revelación, simplemente siguió mirando a una pared tan vacía como ella.

La vida da muchas vueltas Where stories live. Discover now