Capítulo 1

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Son las siete y media de la mañana. Sumido en mis pensamientos, conduzco mecánicamente mi Buick,
camino de la fábrica. Nada más cruzar la verja de entrada, la visión del rutilante Mercedes rojo,
aparcado en el sitio reservado para mi coche, me devuelve bruscamente a la realidad, a una realidad
ajena al silencio sosegado de la mañana, alejada del ritmo sereno con el que, uno tras otro, se han ido
sucediendo mis pensamientos, hasta hace unos segundos.
Es el Mercedes de Bill Peach, lo conozco de sobra. Sólo él es capaz de llamar la atención de esa
manera, aparcando en el hueco reservado para mi coche, aunque el resto de los aparcamientos estén
vacíos, incluidos los destinados a las visitas. Pero Bill Peach no es una visita, es el vicepresidente de
la división, y, como no sabe distinguir muy bien entre poder y autoridad, pretende acentuar la
jerarquía invadiendo con su coche el lugar destinado para el director de la fábrica. Es decir, mi sitio.
Conozco las reglas del juego, así que, una vez entendida la sutil indicación del vicepresidente, aparco
con suavidad al lado del Mercedes, en el lugar reservado para el director financiero. Sin embargo, ya
no soy el mismo; el estómago se me ha encogido y el corazón me palpita mucho más deprisa, como si
quisiera delatar un organismo que está empezando a descargar adrenalina. En este estado, y mientras
me dirijo a la oficina, las preguntas se me entrecruzan en la cabeza a la vez que voy adquiriendo la
certeza de que algo malo tiene que pasar. ¿Qué estará haciendo Bill aquí, a estas horas de la mañana?
A medida que avanzo, me repito una y otra vez lo mismo y —sin tiempo para deducir la respuesta—,
tengo la dolorosa evidencia de que su visita me hará perder el día y, desde luego, esa magnífica hora u
hora y media que me reservo al principio de la mañana para ordenar mis ideas, mis papeles y tratar de aligerar la cantidad de problemas que se acumulan sobre mi mesa
en forma de carpetas, notas, facturas, proyectos... Un tiempo precioso antes de que empiecen las
reuniones, las llamadas, las sutilezas o las brusquedades de los mil y un asuntos que se multiplican
como los panes nuestros de cada día.
—«Señor Rogo» —me llaman.
Cuatro hombres salen apresuradamente por una de las puertas laterales de la fábrica. Vienen hacia mí
sin darme tiempo, ni siquiera, a que entre en ella. Veo a Dempsey, el supervisor del turno; a Martínez,
el enlace sindical; a uno de los operarios y a un encargado llamado Ray. Dempsey me trata de contar
no sé qué «serio problema», al mismo tiempo que Martínez grita algo sobre una huelga, mientras el
sujeto contratado habla atropelladamente de despotismo en el trato a los trabajadores, y Ray se
desgañita diciendo que no pueden terminar un trabajo por falta de material. Yo estoy en medio, con la
cabeza bloqueada, el corazón ahogado en adrenalina y el estómago suplicando una reconfortante taza
de café.
Cuando consigo, por fin, apaciguar los ánimos, me entero de que Peach llegó una hora antes que yo a
la planta, exigiendo ver la situación en la que se encontraba el pedido núm. 41427.
Normalmente, cualquier mando intermedio podría haber informado a Bill Peach sobre ése o cualquier
otro pedido, pero la suerte quiso que, esta vez, nadie tuviera ni siquiera la más remota idea de aquel
maldito 41427. Esto fue lo que dio lugar a que el desorden habitual se convirtiera en un caos
generalizado. Peach ordenó a todo el mundo la búsqueda y captura del ya famoso pedido 41427,
consiguiendo poner la fábrica patas arriba y bloqueando su funcionamiento.
En síntesis, resultó que era un pedido importante que estaba muy atrasado. Y, en honor a la verdad,
debo decir que eso no era nuevo en una planificación en la que, históricamente, se habían definido
cuatro tipos de prioridades para un pedido: «con prisas», «con muchas prisas», «con muchísimas
prisas» e INMEDIATO. Sencillamente, parece imposible que tengamos una producción normalizada.
Puedo asegurar que, aquella mañana, Peach tampoco contribuyó a que las cosas cambiaran.
Tan pronto como hubo descubierto que el 41427 no estaba, ni mucho menos, preparado para su envío,
Peach comenzó a echar pestes a su alrededor, poniendo a Dempsey tan colorado como su Mercedes.
Sus alaridos consiguieron que se localizaran las piezas que faltaban para el submontaje. Estaban junto
a una de las máquinas de control numérico, esperando su turno para ser procesadas. Pero resulta que
los mecánicos no han hecho la preparación para meter dichas piezas. Están con otro trabajo urgente
para dar salida a otro pedido con prioridad INMEDIATA.
Ni que decir tiene que a Peach le importa un comino el otro pedido por mucha «prioridad inmediata»
que tenga. Las cosas están muy claras. Se ha levantado a las cinco de la mañana porque le preocupa
que salga el pedido 41427 y, siguiendo el orden jerárquico, ordena a Dempsey y a Ray que indiquen al
mecánico lo que ha de hacer. A partir de este momento, la escena es más teatral que laboral. El
mecánico les va mirando uno a uno y, tras unos segundos de tensión, con el rostro lleno de confusión,
les explica que su ayudante y él han tardado una hora y media en preparar aquella máquina para
realizar un pedido que todo el mundo parecía necesitar de una forma desesperada y que, ahora, le
dicen que lo olvide y vuelva a comenzar la preparación para hacer otra cosa. Peach ejerce todo el
poder de la vicepresidencia e, ignorando al supervisor y al encargado, se encara con el mecánico
amenazándole con el despido si no se somete a sus deseos. El hombre se atreve a responder que él es
un mandado que sólo pide que se le den órdenes claras y no contradictorias. Entretanto, todo el
mundo ha dejado de trabajar. Todos observan expectantes y tensos la escena. Me dirijo a los cuatro
hombres, algo menos crispados tras la explicación.
—Bien, ¿dónde está Bill Peach? —pregunto.
—En su despacho —dice Dempsey.
—Muy bien. ¿Quiere, por favor, decirle que en un minuto estaré con él?
Dempsey corre hacia las oficinas mientras yo intento hacerme con la situación aclarando las cosas
con Martínez —el enlace sindical— y con el operario que es, precisamente, el que ha tenido el
problema con Peach. Les digo que sólo hay un malentendido y un cierto nerviosismo mal expresado y
les prometo que no habrá despidos ni suspensiones de sueldo ni nada de nada. Aunque más calmados, ni Martínez ni el operario parecen satisfechos del todo y llegan a pedir una disculpa de Peach,
pretensión que, naturalmente, yo no acepto. Sé que ninguno de ellos puede declarar una huelga por sí
mismo y que todo esto no va a pasar de una protesta del
sindicato, que no me preocupa. Como ellos también lo saben, aceptan volver a la fábrica.
— Que vuelvan al trabajo — le digo a Ray.
— De acuerdo, pero... ¿a qué trabajo, al que teníamos preparado o al que quiere Peach?
— Al de Peach.
— Bueno, pero vamos a desperdiciar el tiempo que hemos utilizado para preparar la máquina.
Ray y yo estamos seguros de que los dos sabemos el principio y el final de esta conversación, pero la
mantenemos para estar seguros de que lo sabemos. Nos estamos ofreciendo nuestra mutua
solidaridad.
— Pues se desperdicia. Ray, no sé cuál es la situación, pero si interviene Bill es porque existe una
urgencia especial que no podemos ignorar, ¿no te parece?
— Claro, claro. Sólo quería saber lo que tengo que hacer.
— Sé que te han pillado en medio de todo este lío — le digo, mostrándole una cierta complicidad
para que se sienta mejor— , pero ahora vamos a ver si preparamos la máquina y hacemos la parte que
falta del pedido.
— Muy bien.
Al dejar a Ray me cruzo con Dempsey, que camina deprisa. Parece querer salir rápidamente de la
zona de oficinas para recuperar su «cordura cotidiana» volviendo a su zona de trabajo. Me hace un
gesto negativo con la cabeza y esboza un «buena suerte» que apenas puedo leer en la comisura de sus
labios.
Tengo unos segundos para prepararme psicológicamente antes de ver a Peach. Sé que me está
esperando y que hará gala de toda la provocación de la que sea capaz. Y no puedo estar más en lo
cierto. El numerito de aparcar el Mercedes en mi sitio lo repite ahora avasallando mi mesa y mi sillón,
que ha tomado como propios, dejando las puertas del despacho bien abiertas para que todos vean
quién es en realidad el que manda en la fábrica. Bill es un hombre rechoncho, de tórax prominente,
pelo espeso, de color gris acero y ojos del mismo tono. «Te estás jugando el cuello», parece decirme
con la mirada, mientras yo, sin darme por enterado, dejo tranquilamente el portafolios.
— Muy bien, Bill, ¿qué sucede?
— Siéntate. Tenemos que hablar.
— Me gustaría, pero estás en mi sitio. Justamente esto es lo que no debería haber dicho.
— ¿Quieres saber por qué estoy aquí? Para salvar tu cabeza.
— Pues a juzgar por la bienvenida que acabo de tener, yo diría que estás aquí para destrozar los
nervios de mis empleados.
Me mira intensamente.
— Si eres incapaz de hacer que las cosas funcionen aquí, no tendrás que ocuparte más de tus
empleados, porque no tendrás empleados que dirigir, ni fábrica que llevar. De hecho, es posible que
no tengas que ocuparte ni siquiera de tu trabajo, Rogo.
— Oye, espera..., no te acalores. Vamos a hablar con tranquilidad, ¿qué problema hay con ese
pedido?
Primero me cuenta que ayer, a eso de las diez de la noche, el bueno de Bucky Burnside, presidente de
la compañía que es nuestra mejor cliente, le llamó a casa y le echó una bronca espectacular. Según
parece, Bucky había apadrinado el pedido 41427, imponiéndose sobre los que querían dárselo a
nuestra competencia, y ayer mismo se enteró de que llevaba siete semanas de retraso. Por si fuera
poco, había tenido que aguantar, además, una cena de negocios con algunos clientes que le
reprocharon no poder cumplir sus compromisos por culpa de no haber recibido el 41427; es decir, por
nuestra culpa. En resumidas cuentas, Bucky estaba furioso. Peach consiguió calmarle prometiéndole
ocuparse personalmente del pedido y asegurándole que estaría servido al día siguiente sin falta,
aunque tuviera que remover el cielo y la tierra.
Intento decirle a Bill que, efectivamente, nos hemos equivocado al traspapelar ese pedido, pero eso no le da derecho a poner la fábrica patas arriba. Soslaya el tema para preguntarme dónde me encontraba
anoche cuando intentó hablar conmigo. Yo no puedo responderle. No puedo explicarle ahora que no
contesté al teléfono las dos primeras veces porque en esos momentos discutía con mi mujer que, una
vez más, protestaba de que se sentía poco atendida. Y que la tercera vez tampoco pude contestar
porque nos estábamos reconciliando. De modo que decido mentirle diciendo que llegué tarde a casa.
No insiste. Ahora se centra en saber cómo he llegado a perder el control de la fábrica. Dice que está
cansado y harto de escuchar quejas sobre continuos retrasos en los pedidos y no entiende qué es lo que
sucede. Me siento atrapado. Rápidamentereacciono y lanzo un reproche, mientras ordeno y preparo mi retaguardia:
— Una cosa sí sé — le digo— y es que tenemos suerte cuando acabamos algo a tiempo, después de
la segunda tanda de despidos que nos impusiste hace seis meses y del veinte por ciento de reducción
de jornada.
— Al — me dice con voz tranquila y ensayada— , sácame la producción adelante, ¿me entiendes?
— Entonces, ¡dame la gente que necesito!
— Tienes suficiente. ¡Por Dios, fíjate en tus rendimientos! Te queda margen para aumentarlos. No
me vengas pidiendo más gente hasta que no me demuestres que sabes utilizar eficazmente la que
tienes.
Estoy a punto de decir algo, cuando Peach me señala con un gesto que me calle. Se levanta, cierra la
puerta y me dice:
— Siéntate.
He estado de pie todo el tiempo. Me siento en una silla enfrente de la mesa, como un visitante en mi
propio despacho. Peach vuelve a sentarse tras el escritorio.
Mira, Al, es una pérdida de tiempo que discutamos sobre este tema. Todo está muy claro en el último
informe sobre producción.
— De acuerdo, tienes razón, la cuestión es tener listo el pedido de Burnside.
Peach estalla.
— ¡Maldita sea! La cuestión no es el pedido de Burnside. Esto es solo un síntoma de lo que pasa aquí.
¿Piensas que he venido para acelerar un pedido retrasado? ¿Crees que no tengo nada más que hacer?
He venido para ver si reaccionas, para ver si reaccionáis todos en esta planta. El problema no está en
los pedidos, sino en que tu fábrica está perdiendo dinero.
Sabiéndose dominador de la situación, se detiene un momento y espera que sus palabras penetren
profundamente en mí. De repente, rompe la calma golpeando con un puño sobre la mesa y
señalándome con el dedo:
— Si no eres capaz de sacar los pedidos adelante, entonces tendré que enseñarte yo. Y si no aprendes,
entonces ni tú ni esta fábrica me sois necesarios.
— Oye, Bill, aguarda un momento.
— ¡Maldita sea! — ruge— , no tengo ni un solo minuto para escuchar excusas. Y tampoco necesito
una explicación. Lo que quiero son resultados, pedidos servidos y ganancias.
— Ya lo sé, Bill.
— Entonces puede que ya sepas que esta división está teniendo las mayores pérdidas de su historia.
Estamos cayendo en un agujero del que tal vez no podamos salir, y tu fábrica es la piedra que tira de
nosotros hacia abajo.
Me siento agotado y le pregunto cansadamente:
— Muy bien, ¿qué quieres de mí? Llevo aquí seis meses. Tengo que admitir que en todo este tiempo
las cosas han ido a peor y no mejoran. Pero hago todo lo que puedo.
— Al, tienes tres meses para cambiar la situación.
— Y ¿suponiendo que no consiga nada en ese tiempo?
— En ese caso recomendaré al comité de dirección que cierre la fábrica.
Me quedo sin habla. La situación es mucho peor de lo que me había imaginado, si bien es cierto que
tampoco puedo calificarla de sorprendente. Miro distraídamente por la ventana. El aparcamiento se
va llenando con los coches del primer turno. Peach se ha incorporado y viene a sentarse a mi lado, dejando libre mi sitio. Se inclina suavemente,
conciliadoramente, hacia mí e inicia una charla tranquilizadora, con palabras de ánimo.
— Al, sé que la situación en la que recibiste todo esto no fue, precisamente, la más boyante. Y quiero
decirte que si te elegí para el puesto fue porque pensé que eras la persona adecuada, el hombre capaz
de transformar las pérdidas de esta fábrica en..., bueno, al menos en una pequeña ganancia. Y aún lo
creo. Pero si quieres subir en esta compañía tienes que presentar resultados.
— Necesito tiempo, Bill.
— Lo siento. Tienes tres meses. Menos, incluso, si las cosas se ponen todavía más feas.
No sé qué decir ni qué hacer. Bill mira su reloj y se levanta mecánicamente, dando por finalizada la
conversación.
— Si salgo ahora — dice de forma natural— sólo perderé la primera reunión.
Me levanto, siguiéndole con la mirada. Con la mano en el picaporte, dice:
— Ahora que te he ayudado a despabilar a alguno de los borricos que tienes por empleados, confío en
que no tengas problemas para cumplir el pedido de Bucky hoy mismo, ¿no?
— Lo haremos, Bill.
— Estupendo — y se marcha con un guiño.
Paso un rato, no sabría decir cuánto tiempo, en la ventana. Veo cómo Bill se sube en el Mercedes y
atraviesa la verja. Tres meses, tres meses, tres meses... Eso es todo lo que mi cabeza piensa, perdiendo
el control del tiempo. De pronto, me descubro sentado en mi sillón, con el vacío como horizonte. Me
sobresalto y eso me hace reaccionar. Decido que es mejor que vaya a ver qué ocurre en la fábrica.
Antes de salir cojo el casco y las gafas de protección. Distraídamente, le digo a mi secretaria:
— Fran, voy a estar un rato en la planta.
Ella levanta la vista de la máquina de escribir y, ajena a mis problemas, sonríe.
— Por cierto, ¿qué hacía el coche del señor Peach en su aparcamiento?
— Sí, era el de Peach — contesto distraídamente.
— Muy bonito — no ha parado de sonreír— . Por un momento pensé que sería suyo.
Yo también río. Ella se inclina sobre su mesa.
— ¿Cuánto podrá costar un coche así?
— Exactamente, no lo sé..., unos treinta mil dólares. Fran aguanta la respiración.
— Me está tomando el pelo... ¿Tanto? No tenía ni idea de que un coche pudiese costar eso. Creo que,
por el momento, no voy a cambiar el mío.
Su sonrisa se hace más abierta, más espontánea, y vuelve a la máquina de escribir.
Fran es una mujer perfecta. ¿Qué edad tendrá? Seguramente estará en los cuarenta. Con dos hijos
adolescentes a su cargo y un ex marido alcohólico, del que se divorció hace tiempo. Desde entonces,
no ha querido saber nada de hombres; bueno, casi nada. Fran me hizo todas esas confidencias al
segundo día de estar en la fábrica.
Me cae bien, y me gusta como trabaja. También es cierto que se le paga bien... al menos de momento.
A ella también le quedan tres meses de plazo.
Entrar en la fábrica es como llegar a donde ángeles y demonios se hubiesen puesto de acuerdo y el
resultado fuese como un encantamiento a medias. Siempre que entro allí tengo la sensación de estar
en un lugar mágico, donde lo mundano y lo milagroso se entremezclan. Creo que no a todo el mundo
le sucede lo mismo. Para mí una instalación industrial es, en sí misma, un espectáculo fascinante.
Más allá de las puertas dobles que separan la oficina de la fábrica, el mundo se transforma bajo la luz
cálida y anaranjada de las luces de diodo que cuelgan del armazón del techo. Hay como una gran
pared metálica con filas de anaqueles llenos de cajas que contienen las piezas de todo aquello que
fabricamos. Un hombre conduce la grúa que corre, a lo largo de una guía suspendida del techo, por el
estrecho pasillo entre dos filas de material almacenado. En el suelo, una inmensa y brillante bobina de
acero se va desenrollando lentamente para ser engullida por una enorme máquina cuyos bocados
restallan, cada pocos segundos, en el aire denso de la nave.
Máquinas. Al fin y al cabo, la fábrica no es más que una inmensa nave con cientos de metros
cuadrados de suelo cubierto de máquinas, perfectamente distribuidas y ordenadas. Las hay naranjas, púrpuras, amarillas, azules. En las más nuevas se pueden ver números de color rubí sobre los
indicadores digitales. Los brazos de los robots han sido programados para ejecutar una curiosa danza
mecánica.
Más allá, casi ocultos por las máquinas, trabajan los hombres. Levantan la cabeza cuando paso a su
lado. Algunos me saludan y yo les devuelvo el saludo. Las mujeres apenas levantan la cabeza del
alambre multicolor que manejan afanosamente. Un individuo lleno de mugre y con un amplio mono
se ajusta la mascarilla antes de encender el soplete. Una pelirroja rolliza aprieta las teclas de un
terminal de ordenador.
Y dominándolo todo, el ruido; un ruido ensordecedor y rítmico compuesto de mil innumerables
sonidos; el aleteo de los ventiladores, el zumbido del aire acondicionado, los motores, la sirena que
avisa del paso de una grúa aérea, los relés, las alarmas...; el conjunto suena como un suspiro
interminable. De vez en cuando, la voz incorpórea de la megafonía se alza, intermitente e
incomprensible, como un dios impersonal y metálico.
A pesar del estruendo que produce la fábrica en marcha, llega hasta mí un silbido. Es Bob Donovan,
que camina hacia donde estoy yo con la dudosa ligereza que le permiten sus casi 120 kilos repartidos,
de manera muy irregular por cierto, a lo largo de sus más de dos metros de estatura.
Bob no es precisamente un individuo agraciado. A lo tosco de su figura, de la que destaca una
inmensa barriga lograda a base de jarras de cerveza, hay que añadir la escasa brillantez con la que
logra expresarse.
Su cabeza parece, a primera vista, rapada en un cuartel. Salvando estos detalles, que le hacen parecer
un tanto desagradable, Bob es una magnífica persona. Lleva nueve años de jefe de producción y es
tremendamente servicial y efectivo.
Tardamos un minuto en acortar la distancia que nos separa. Su cara no denota alegría, precisamente.
— Buenos días — dice.
— ¿Qué tienen de buenos? ¿No has oído hablar de la visita de esta mañana?
— Aquí no se habla de otra cosa.
— Entonces, ya sabes lo urgente que es enviar el pedido 41427.
Noto cómo se ruboriza.
— Sobre eso quería hablarte.
— ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
— No sé si lo sabes, pero Tony, el mecánico al que Peach gritó esta mañana, se ha marchado de la
empresa.
— ¡Mierda! — se me escapa.
— No hace falta que te diga que trabajadores como él se pueden contar con los dedos de la mano.
Vamos a pasarlo mal hasta que encontremos un sustituto.
— ¿No podríamos convencerle para que vuelva?
— No creo que sea lo más conveniente. Antes de largarse preparó la máquina, tal y como le ordenó
Ray, y la puso en funcionamiento automático. El caso es que debió de olvidarse de ajusfar bien alguna
tuerca, porque tenemos trozos de máquina por todo el suelo.
— ¿Cuánto material ha salido mal?
— Bueno, no mucho, la máquina estuvo poco tiempo funcionando. ¿Tenemos suficiente para
terminar el pedido?
__Eso es lo de menos, el problema es que la máquina no funciona y nos va a llevar tiempo arreglarla.
__¿Qué máquina es?
— La NCX-10.
Cierro los ojos y noto un escalofrío. No hay ninguna otra máquina de ese tipo en planta. Si no se
arregla inmediatamente no podremos servir el pedido.
— Dime exactamente en qué consiste la avería.
— No lo sé — responde Bob— , la tienen ahí al lado, medio destrozada. En estos momentos estamos
hablando con el fabricante.
Me apresuro. Quiero comprobarlo por mí mismo. ¡Por Dios! Ahora sí que tenemos problemas Observo a Bob, que camina a mi lado.
— ¿Piensas que ha sido a propósito? Parece sorprendido.
— Pues no sabría decirlo. Creo que Tony estaba tan enfadado, tan fuera de sí, que no podía pensar
tranquilo.
Siento arder la sangre dentro de mí. La sensación de escalofrío ha desaparecido, dando paso a una
oleada de ira. Estoy furioso. Pienso por un momento en coger el teléfono y gritarle por el auricular a
Bill Peach que todo lo que está ocurriendo es culpa suya. Le imagino y le recuerdo, arrellanado con
suficiencia tras mi escritorio, diciéndome cómo va a enseñarme a servir los pedidos. ¡Muy bien, Bill,
va veo cómo lo has hecho!

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⏰ Last updated: Dec 01, 2022 ⏰

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